Las muchachas muestran al sol su ombligo de bien nacidas. Yo me ensimismo en el mío sabiendo que no lleva a nada. Me miro lo que no es más que el anhelo de un recuerdo donde ellas lucen esa cicatriz de ínfulas genitales, pero es que uno sólo puede verse en los demás y a ellos verlos en uno mismo. Es por eso que escribimos, las chicas y yo.
Escribo con la chaqueta puesta para darme urgencia al estilo, y siempre maldiciendo la escritura porque no me deja tiempo para escribir. Aun así escribo. Llevado por un rapto eufórico, me dispongo a concatenar los seis grados de separación —media docena de toda la vida— que hoy martes siete de mayo median entre yo mismo y mi propia persona humana, y el trazado empieza con que de niño nací varón, que es un título de poca grandeza que otorgan los soberanos.
Es escribir un barón y que se te ponga rampante o como mínimo colorao, pero a éste lo brinco y de entre los nobles yo asciendo hasta el Rey Folgante, monarca de la isla mediterránea de Trapisonda que abandonaría a sus 365 mujeres para irse con una bailarinita de ópera, por lógica –-supongo— al segundo enero. En el mismo libro ocurría que un paje encontraba dificultad en levantar el primero de un par de cántaros de leche recién ordeñada y daba así con un silogismo sencillo pero muy de mi gusto esta tarde: que “uno” está implícito en dos. Y sobre las baldosas azul oscuro trazaría una vía láctea, escribía allí Pierre Louÿs, siempre tan del amor vertiéndose.
Pierre Louÿs, que escribió uno de los títulos más fragantes e invencibles del mundo (Las tres hijas de su madre), me es tan camarada como me suelen serlo los hombres que hablan con gusto y vulgaridad noble la intimidad comunal del sexo, porque con esa tiranía suya de robarnos el caudal y la sangre, el sexo sólo se atenúa efectivamente mientras se habla, se expone y se ríe. Un hombre que no habla de sexo es sospechoso de todas las bajezas, aunque con las mujeres la cosa es distinta. Cuenta la leyenda que hay mujeres que detestan no sólo hablar de sexo sino hablar en el sexo, pero supongo que eso es porque lo conciben como un lugar ajeno al verbo, anterior y más esencial, tal vez más libre y tal vez se equivocan, pero tal vez lo hago yo porque hacia el sexo no hay puerta de entrada y todo son vanos.
Me acuerdo de Gonzalo. A Gonzalo le guardo mucho cariño porque me quitó una novia. Aquella chica no hacía más que estorbar la imaginación como hacen las novias al segundo enero (que es el mes en que yo cumplo años tiernos cada siglo XX), y lo que hizo el Gonzalo fue echarme un capote, desviarme el riesgo de los pitones y llevarse la cornamenta hacia su propio engaño. Aquella novia era sordomuda, y como no podía hablarlo, se le acumulaba todo en el sexo. No sabía gestionar sus percepciones porque tampoco era muy lista, así que hacía acopio para las contingencias hasta que al final se la llevó el tal Gonzalo con el depósito lleno, un hombre al que no he visto en mi vida aunque le guardo cariño, hoy martes mismo, porque comparte patronímico con el Rey Folgante.
Hoy martes siete de mayo acudo a mi encuentro llevando en un tarro el calostro que en su día me entregó mamá. Antes me he aplicado tras las orejas un poco de mi propio esmegma, como leo que hacen algunas tribus etíopes para propiciar el tema del ligoteo. Esto no puede fallar. Llegado a la cita me extiendo la mano pero no alcanzo a estrechármela.
En mi ángulo muerto se agazapa el mundo entero.
Después habremos vivido.