Al espectáculo de music-hall, de cabaret concierto, o de como sea que le llamen al pase que da nombre y aspa al teatro Molino barcelonés, uno de los más viejos de Europa que lo fue de alma y actitud transgresora, le han puesto un profiláctico de doble forro y se lo ha hecho suyo la asepsia, una leve intención formal por encima de cualquier contenido y una escenografía tan aseada como grotesca que bien podría traducirse por un calentón adolescente en la sala de espera de un dentista auspiciado por una enfermera más coqueta que eficaz.
No vengo a hacer una crítica de teatro, porque también hay alma en el espectáculo y hay Merche Mar que la lleva consigo, pero creedme que al margen de príncipes gitanos con labios de manzanas para hurtar con sueños de Ocaña, y una chica valiente que da la cara y el culo, el resultado final es de absoluto desaliento, de vaya tomadura de pelo.
Hay veces en que los tiempos pasados sí fueron mejores. La frase no nos gusta pronunciarla porque, pocas veces, el yo vivido en el pasado puede llegar a sostener el tic tac del ahora y aquí, con nosotros tal cual, más toda esta gente y estas cosas nuevas rotando; pero también hay momentos como para decir oiga, están negando la esencia, la decencia, el gamberrismo, el buen gusto, el frío que trajo Jean Genet de París, y tantas otras cosas desde la harina misma del costal, madre de todos los panes.
Volver para reconocerte, no volver para saludar al esnob en el que te has convertido.
Aceptado que nada de lo humano cambia, que sólo con esfuerzo personal o a palos se modifica, ¿cómo acatar que te cambien la historia sin tener en cuenta el tiempo pasado, que es lo mismo que reinventarse sin pasar por el invento previo, o esculpir sin materia a la que darle, a martillazos contra el aire?
La Barcelona del soufflé, los abdómenes de gimnasio, la pulcritud imposible del ser humano, lo qué ideal es todo y el diseño harto diseñado, están siguiendo un camino comparable al que hizo Atila, el del caballo, solo que ahora no hay animal, ni les parece lícita la tan necesaria y siempre implícita mugre que acarreamos todos y algunos confunden con los muertos de Belén Esteban.
Volver para verte detrás de tus gafas con el mismo miedo de entonces, no volver para que me cuentes milongas ni me hables de astigmatismo corregido.
No me asusta lo que tienes de humano, me asusta lo que tienes de fachada, el golpe de cabeza en tu coraza.
Ya veis, me han pisado el callo y ya no podré volver al Molino, o no por ahora, pudiendo contar lo qué se de él, mi historia, la suya.
La primera vez que lo pisé acompañada de mis padres, y el empeño de mi progenitor en señalar a todos los calvos como curas.
No podré contar las noches que no viví en él y las noches en que me dejé mecer en el palco junto a una botella de Rondel, champán malísimo, dulce como la nata agria.
Tampoco es la imposibilidad de hacer el cuento, como dicen los cubanos que tanto amo; de hacer el largo cuento del teatro de atravesar los límites, lo que me ha llevado a ira justa, si no la acaparadora confirmación que todo se asea de una manera obscena, y que mientras los justos se tiran por la borda desde sus pisos cuando los “otros” llaman a la puerta, los hay que pasan el paño por los altos y los bajos de todas las cosas, de todos los temas y todos los asuntos, sin ver la delicia ni sentirla, contagiados por una híper manía compulsiva de borrón y cuenta nueva que, visto lo visto, va de la corona hasta el más vil de los plebeyos.
Las excepciones se abrazan y comprenden.