Ayer me quedé un buen rato dentro de un ascensor. No me conocía tan serena. O sí, porque con lo que llevo tragando en los últimos tiempos ya debería de haberme convertido en reactor a reacción y apenas si tengo celeridad táctil suficiente como para firmar manifiestos a pares a través de la red.
El ascensor se averió porque estas cosas pasan, según dijo el técnico, un peruano al que me abracé con el mismo entusiasmo con que me colgué de tu cuello la última vez que fui a recibirte al aeropuerto, y después de oírlo quería abrazarle de nuevo, tanto se parecía a ti en las deducciones.
Una vez liberada vinieron a recibirme un montón de vecinos de una casa de pisos del Ensanche barcelonés, todos ellos propietarios, de un aburguesamiento pesado. La amiga a la que iba a visitar también me esperaba, pero no logró sacarme del aturullamiento del rendez-vous que me prodigó el sheriff de la escalera, que en nombre de todos los vecinos, y en especial del díscolo ascensor que instaló su abuelo, me deseaba una feliz estancia en una casa que no era la suya.
El hombre, mayor por vocación austríaca ortodoxa más que por tiempo vivido, acabó su discurso mostrándome su contrariedad por haberme entrometido en su destino, marcado por un feroz victimismo protagonista, y entre risitas histéricas me recordó que el parón del ascensor era suyo y de nadie más, de no haber sido por mis piernas largas y la ligereza de su asistenta, que al tener el día libre no había bajado al perro, y tuvo que hacerlo él, jodiéndole el tiempo y el ritmo de las cosas.
Lo peor fue cuando llegó su señora (la del hombre, no la de la asistenta) y se puso a convidar a la peña a dejar sus puestos en la escalera y volver a sus casas, hablando con la decisión y la pedagogía con que Guardiola confeccionaba sus alineaciones, aquél tipo que vete tú a saber a qué precio pagaba y paga su contención emocional de cara a la galería, pero para no jugar a perder (como yo, pero con otros muy distintos manifiestos firmados), y en la certeza la suya de que la tierra que pisa es más que un club, la deja atrás para irse a llenar de colores los sueños de la Merkel.
Estas asociaciones de ideas y otras de índole mucho más perverso hice, apostada, de pie, contra una columna modernista, pensando, caray, que la historia del mundo está en todas partes y con poca gente basta para reconstruirla.
Miré y no vi a nadie que me hubiera podido acompañar durante los cuarenta y cinco minutos que estuve metida en la caja tonta vertical, para bien glosar el rock nacional de los ochenta y más concretamente a Tequila, con aquél tema que convidaba a hacerlo de parado, a hacerlo de pie.
Lo que sí vi fue un niño que remiraba mis pantalones rotos y preguntó a su madre si la rotura se debía al incidente o a la indolencia de estas señoras que invaden los cuarteles generales del bien pensamiento a altas horas de la noche. La madre no supo qué contestar, pero yo estuve a punto de pegarle un par de tortas al niño venenoso, el de la lección aprendida.
Y como en el tiempo que duró el encierro me sobrevinieron las ganas de escribir para el Butano lo que corroboré con mi palabra y con palabras se diluyó tras una olla de lentejas, no paré de emborronar mi agenda para tal fin con una historia sobre la moda actual que ha ido a buscar en la estética del rock lo que siempre desdeñó, sólo que al fin no me convenció lo escrito, porque escribir, como casi todas las tareas (salvo la de las peluquerías, donde una mujer o un solo hombre bastan para desgraciarte la autoestima) es mejor, menos impúdica y más nutritiva cuando se hace en equipo.
Ya en la casa de la amiga, me esperaba una cena y una charla en la que me enteré de la estupefacción de dos chavales muy jóvenes el primer día que bajaron Ramblas abajo a por costo y al encontrarse con el autorretrato de García-Alix colgando del Palau de la Virreina pensaron que de aquella obvia manera, el Ayuntamiento de la ciudad marcaba los límites.
Juro que no era un chiste, pero por un tal vez todo no hubiera sido un sueño desde las siete de la tarde, me largué bajando las escaleras y recorrí el camino de vuelta pasando por las Ramblas, donde me hallé ante unos vagabundos que se estaban dando una buena paliza ante la mirada más pasota que atónita de dos urbanos que no intervenían ni ante la súplica de unos chicos franceses que les conminaban a hacerlo.
Que se maten, dijo uno de ellos, e hizo ver que se zafaba con el más flaco para impedir más tortas. Lo hizo de mala gana, mientras su compañero hablaba con un kiosquero que cada vez que me ve me pregunta por qué ya no le compro ningún periódico.