Desde que la comisión civil de los días cambió santos por vulnerabilidades, ya sólo celebro el día de san Martín y el día que me quieras.
Así yo y así los parroquianos del bar de abajo que cuando te llaman por el nombre para convidarte al jolgorio ya nunca es para cantar juntos —manos en los hombros que alivian contracturas con espuma de cerveza—, si no para sacar adrenalina o rejuntarla al hablar disparatadamente y cagarse en los muertos de alguien al que le tenemos ganas porque nos pisa el cuello, nos pisa el peroné.
Maldita sea la pornografía moral, ética, estética, entre líneas y a pie de página de este principio de siglo cochambroso que parece alargarse como el chicle de debajo del pupitre hasta tus cabellos de príncipe rubio, siempre hurgando en el debajo y en el dormir a horas lectivas, cuando todas soñábamos en ser tu chica y tú no te empanabas de nada, nombre de chico en tu almohada, pedacito de media luna en la nuca del besar, con el cimbrear de tu cintura se atiza mi deseo y por tomar a Lorca por el ano, por hacerlo mío, me metería testosterona en los oídos. Con la boca de recitar le bebería.
Estoy leyendo a Beatriz Preciados. Las lecturas se notan. Beatriz Preciados sueña con desdibujar la pintura de los géneros sexuales de lo políticamente avieso (lo políticamente correcto es robar, matar y volver a meterse en las filas de la procesión con mantilla nueva) y se enfrenta a la comisión de los días y las horas del mundo, a los que nos marcan el ritmo y la vida se apaga. Déjenlo ya, no emborronen más la música.
La chica va marcando paquete y lleva razón, la suya, que sustenta con su maestro Derrida y otros más. Me gusta.
Crecida, también, en los soporíferos mimos clitoridianos de las feministas de los setenta que experimentaban el efecto del botón como si se tratara de dar brillo al cristal del mismísimo faro de la loba inglesa (y no era porque no supieran más y tuvieran quince años, si no porque había un envaramiento físico muy descompensado a la desfachatez que manifestaban voz en grito, de modo que si pisabas el acelerador te echaban de ahí y te hacías roquera, pasabas), celebro a la neo filósofa de Burgos que conquistó Paris y se desgarra la vagina como le viene en gana, de aquella zorra manera, aunque tampoco es tanto como para escribirlo. Prefiero la tesis, la exposición. La manifestación íntima del devenir sexual nunca aporta mucho. La vida es así y no la inventó París ni Roberto Carlos, por muy amigo que fuera del santo pontífice. Ignoro de cual, porque pasan los papas, se hacen humo.
A veces, cuando las lecturas retrotraen al pasado, se hace chungo para el lector, pero sigo sin conocer otra forma de leer que no sea la que te proyecta hacia todos los puntos de la esfera.
La literatura impone y las gallinas ponen huevos estresados. Cuando las lecturas nos llevan a soñar con el pasado y a rememorar el color y la caída de los huevos frescos es que nos llevan a soñar con los muertos, aunque soñar con los muertos no sea perder.
Para perder hay que ser muy ducho. Yo no lo consigo. Todo lo que pierdo se queda conmigo. No le des más vueltas. Tú te empanas de lo tuyo y yo me empano de lo mío. Los bolsos, no. Si pierdes un bolso, lo pierdes y ya está. Si te pasa, trata de ponerle un cirio a Santa Rita que es patrona del imposible menester y celebra su día el día de alguna otra deficiencia que en el mundo haya, y entrégate a la esperanza en la especie humana, la que no tenemos, la que nunca se acaba; pero yo hablaba de perder lo otro, no me refería a tomar las tijeras y cortar el mechón de tu cabello rebozado de chucherías almibaradas, si no de perder y quedarse vacío.
Todo lo que pierdes, digo, se queda contigo. El vacío es el siglo y el pupitre. Otra cosa es perder por querer hacerlo, que es el ganar del amar. Dar para que gane otro sin echarle cuentas ni acordarse ni volver con el rollo de mira lo que hice por ti y ahora me lo devuelves así. Esto es peor que meter una bala apretándola con el dedo contra la piel de un muslo fresco.
Si me das, me das.
Y si me das para recordármelo es que no me has dado nada o me has dado mierda, o que lo que querías darme se quedó contigo y hoy te lo quieres quitar de encima, enumerándolo. Lo que se da no se quita.
Yo te entregué el deseo cuando chica y hoy me vuelven fotos de ti muy arrugado. Mis amigos se van haciendo mayores pero mis pantalones siguen siendo de la talla treinta y seis. Mentira gorda. La percepción de la realidad se pierde aunque se quede contigo. Todos los viejos llaman viejos a los demás viejos porque ellos no se ven y han sido jóvenes durante demasiado tiempo como para hacer el vuelco de un día al otro.
De chavales, creímos que los ancianos decían estas cosas para darnos qué reír, pero a fuerza de repetirlo y empezar a escuchárnoslo, sabemos que lo hacen para no llorarse a sí mismos.
Como botón de muestra, un arnés de látex; el que compré para tomar a Lorca y se quedó hecho un montón de plástico con ínfulas art decó cuando lo olvidé hirviendo en una olla. No hay que hervir las naturalezas muertas. Lo escribí cien veces en lo que quedaba de folio de la lista de la compra y tiré el plástico.
A lo mejor no lo he perdido, pero hace siglos que no lo celebro y siento que no me pertenece.
Perder no es permanecer. Y pertenecer es una falacia, una vulnerabilidad que altera la percepción y no te deja celebrar el paso de todos los días.