Por dar algo aquí salgo en busca del trance y para ello subo al mirador, desde donde la ciudad se ve estúpida pero se hace comprensible. Allí hago lo que siempre hago en las alturas, lo único que sé hacer: escupo abajo y observo. A medio camino veo la saliva titilar y el gapo se convulsiona y se atomiza en silencio, pasando a ser no más que rocío en los transeúntes. Esta no era la idea, que era significarme, pero no tengo prisa.
Acomodo brazos y mentón en la barandilla, estimulo papilas, hago acopio, recojo con la lengua el tema acumulado en el piso de la boca y cuando tengo buche abundante me desaguo en un hilo de baba despaciosa que va ganando distancia vertical. Me estoy sintiendo un hombre muy especial en la operación, un hombre súper especial, y casi dormito cuando unas luces mudas estallan en el firmamento y sin querer dejo ir sobre mí todo el suministro. Entonces se escucha la pirotecnia.
Una pareja desconocida me pide que le haga una foto con los fuegos al fondo, aunque eso esté implicando el fin de fiesta. Cuando posan me alejo buscando el tiro, lanzo el cacharro al vacío (la foto la he hecho), tomo una salida de emergencia y en la calle echo a correr mareado hacia los fuegos y no me detengo hasta que atrapo el desfase y el sonido y la luz se cuadran en mi percepción. Me encuentro entonces en un barrio que desconozco y suena la última traca.
Ya amanece cuando entrego unos trabajos y miro mi agenda aquí al lado, siempre abierta como una puta asquerosa, y le escudriño el mapamundi buscando un lugar retirado aunque en todos estoy yo. Sé que este doctorando de mí mismo va a terminar con mi paciencia, pero es necesario escribirlo porque es la única manera de parecer más alto y ser un poco excelente. Luego me disculpo pensando que si alguna vez he gustado a alguien ha sido a quien me ha visto venir. Porque todo yo soy amor pero más bien propio.