El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Veinticinco

Rubén Lardín La hora atómica— 09-11-2012

Voy con los pies heridos —subo escaleras— porque he estrenado un calzado que me arremanga los talones, pero sé que la severidad de los primeros días dará paso al andar de buen ánimo, ligero y confortable, que tanta falta me hace de cara al invierno.

Hace unos meses, arrastrando una valija entumecida y medio muerta como vuelven las valijas, descubrí que uno de los peldaños del inmueble que me acoge (el decimosexto, eso es) tenía la caja abierta. Levanté la tapa de mármol de aquel escalón y esa noche pasé un buen rato pensando qué secretos íntimos podría guardar allí, pero no se me ocurrió ninguno porque los secretos, para el mero existir, requieren inteligencia práctica y yo de eso no gasto porque no tengo.

Semanas después, otra noche de vuelta, la luz de la escalera había dejado de funcionar y hube de subir a tientas, y al girar aquel tramo me sobresaltó un gato joven mirándome erguido sobre el escalón. Estuve tratando con él, lo invité a pasar, recorrió el piso deteniéndose en el libro de George Grosz sobre la mesa, abierto por el Pandemonium, y volvió a mirarme y decidió irse, supongo que hacia el fin de la noche o hasta que alguien lo echara en falta.

Esas dos noches las he recordado esta tarde, cuando ha sucedido el horror: me encontraba abriendo por cualquier parte el nuevo libro de Grosz —que me ha regalado Santi—, a punto de sumergirme en el desgobierno de —efectivamente— el Pandemonium, y alguien ha decidido ése buen instante para ponerse a trastear en la cerradura, de pronto alguien se obstinaba en abrir la puerta de mi apartamento desde fuera, cada vez más exaltado, y antes de que se me precipitara en casa el demonio negro he palmeado la puerta dos veces por encima de mi cabeza (¡he llamado a mi puerta alarmado y desde dentro!), para a continuación comprobar que —tanto susto para un prosaísmo— la vecina atolondrada de encima había confundido sus coordenadas en la colmena. Quien juega a ganar es que ya ha perdido, vecina, le he dicho todavía no sé bien por qué. Ay, perdón, perdón, perdón, repetía ella encaminando la subida.

Mire usted, vecina, yo no voy a negarle que me siento contento de muchos de mis contemporáneos, sobre todo de los que dibujan bien y de alguna chica guapa específica, pero en la actualidad no vivo ningún hechizo y lo cierto es que yo necesito vivir hechizado para vivir en mí; pero bueno, eso se distrae con un par de canciones, leyendo a los clásicos e imaginándose siempre en un barco, para lo que basta descalzarse y subir los pies al sofá. Perdón, perdón, perdón… ¡Que ya está, mujer, calla! Escucha, vecina, —estás perdonada—, te voy a dar una última información que escuché en la tele: hubo un tiempo en que no se podía navegar contra el viento. Supongo que un barco sería entonces algo así como un ego mal fundado: cuanto más grande, más frágil. La cosa cambió al inventarse la quilla, que permitiría orzar la nave, pero antes la maniobra había sido siempre un remontar, un ir dando pequeños rodeos. Y así se enfrentaba la corriente. Sin ningún tipo de prisa.

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