A fin de no herir muchas sensibilidades, voy a intentar hacer una descripción lo más somera posible. Pero ya lo aviso.
Hasta finales, muy finales del siglo XVIII, la villa y corte no tuvo alcantarillado. La razón se debe a que desde la época musulmana, cuando nació la ciudad, aquí se estuvo tomando el agua de las corrientes subterráneas que llegaban de la sierra, que los árabes canalizaron a través de un sencillo sistema de pozos y conducción a diferentes alturas. Por tanto, las tuberías de residuos no existían, sólo las fuentes para beber*, los neveros para enfriar, y como desagüe, el “agua va” de la Edad Media. Pero todo eso a las puertas de la Revolución Industrial. El único método de limpieza de las calles consistía, cuando hacía bueno, en unos carros dispuestos para tal efecto y que dejaban los detritos en las afueras, esto es, en los límites del barrio de las Injurias, casi en la ladera del Manzanares. El problema era cuando llovía y las ruedas no podían avanzar en aquel limo de basura, excrementos y barro. Entonces se utilizaban los “carros podridos”, una especie de cajones sobre dos rodillos que arrastraban aquel horrible y nauseabundo barrizal hasta los colectores que lo echaban al Manzanares. Los madrileños habían bautizado a esta asquerosa comitiva como “La Marea”. Cómo sería, amigos.
Sí, Madrid tenía el honor de ser la ciudad más sucia, repugnante y maloliente de Europa. A sus habitantes no sólo no parecía importarles, sino que cuando llegó Carlos III, se encontró con aquel olor que se detectaba a kilómetros y el cenagal putrefacto y decidió inmediatamente construir el empedrado y las alcantarillas, se lo tomaron fatal, como una ofensa a sus insanas costumbres de echar la mierda a la calle y rebozarse, como los cerdos que campaban a sus anchas, en el charco que era la capital. El Borbón, entre cacería y cacería, le ordenó a Sabatini que diseñara unos carros de la basura, y a Esquilache que planificara una red de alcantarillado —instalación de pozos negros, barrido y riego—, prohibiera el tránsito de cerdos por la vía pública e hiciese inspecciones en las casas y los comercios, por si la gente seguía acumulando porquería o les daba por tirar el contenido de sus orinales a la calle. Bueno, pues ninguna de estas medidas sentó bien a los madrileños. A los furgones de la basura, que eran unos carruajes pintados a mano que ya los hubiese querido Jean Paul Gaultier en el maravilloso episodio de la basura de Los Simpson, los bautizaron como “las chocolateras de Sabatini” y se estuvieron riendo de las comitivas durante largo tiempo. Con lo de los cerdos se lo pusieron francamente difícil, como si de repente el animal se hubiese vuelto sagrado para la ciudadanía. En cuanto a las inspecciones domiciliarias de limpieza, ni cuando la Ley Corcuera se organizó tal embrollo. Hasta en lo del alumbrado —que antes no había— no se puso de acuerdo la gente sobre si era una buena idea o no. Luego llegó lo de los recortes en la indumentaria y el Motín subsiguiente, pero también hay que decir que esta algarada no fue por cuestiones de moda o recogida de desperdicios, sino por la crisis contumaz y las habituales intrigas palaciegas, mientras Carlos III, entre cacería y cacería, embellecía y saneaba la ciudad.
Ya entrado el siglo XX, la cosa no pareció mejorar. Baroja describía la zona de los lavaderos del Manzanares como un lugar de pesadilla, cuyas aguas corrían negras repletas de basura, flotando en ellas animales y personas muertas. Acerca de los desperdicios en las calles, muchos comentaristas, tanto visitantes del extranjero como los cronistas de la ciudad, observaban el gran parecido de Madrid con una capital norteafricana, por la cantidad de porquería acumulada en la vía pública y la presencia de muladares. El número de empleados municipales para la limpieza era tan insuficiente que tuvieron que contratar a los traperos para echar una mano. Esta decisión tuvo unas consecuencias inesperadas: primero, el número de candidatos en la busca aumentó desproporcionadamente, y segundo, la presencia de burros, mulas y perros de los corrales se multiplicó en poco tiempo. Estos animales, que pasaban su vida alimentándose en la basura, acompañados de un ejército de ratas, después servían de alimento para cerdos y pollos de los mercados, por lo que la carne que era consumida en la ciudad tenía un regusto muy característico, amén de transmitir cada dos por tres enfermedades como la triquinosis.
Luego llegaron la modernidad y la empresa privada. Se inauguró un vertedero donde tirar y quemar lo gordo, mientras se quedaban con nosotros la escombrera, el descampado y el solar donde hacer el apaño sin permiso y por lo ilegal, que es lo que nos gusta. Los madrileños tuvimos una pequeña epifanía cuando pudimos reciclar nuestras botellas de vidrio y vender el papel, pero desapareció tan deprisa que ahora parece un sueño. Enseguida las calles se volvieron a llenar de mierda, en parte porque la ciudad es demasiado y no hay sistema que mantenga limpia España, y en parte porque somos tan guarros e incívicos como en el siglo XVIII, si no más. Tirar los orinales no sé, pero lanzar las bolsas de basura desde la terraza, a ver si caen en el contenedor de abajo, eso lo he visto yo, y no una ni dos veces. Pero eso no es nada: cosas mucho peores he presenciado.
El servicio de recogida, según las órdenes de la alcaldesa, vuelve a librar los domingos y las fiestas. Eso ya lo vivimos durante años. Pero éramos menos personas y no pagábamos una tarifa por tres, según las órdenes del anterior alcalde. En esta carrera absurda y repleta de injusticias por ahorrar del presupuesto, nuestros dirigentes cada vez se parecen más a aquellos estrafalarios tripulantes de la nave espacial enviada para recoger la basura de la Vía Láctea, cuyo capitán, el chiflado Adam Quark (un hilarante Richard Benjamin), estaba convencido de que en realidad formaban parte de una dignísima lanzadera en expedición militar hacia lo desconocido. Comparadas con la ficción en la que vivimos, las historias de disparates e idiotez de aquella estupenda serie que fue La escoba espacial resultan mucho más decentes. Y más limpias.
*Porque lavarse, lo que se dice lavarse, aquí no se lavaba nadie. La limpieza con agua y jabón se asociaba con enfermedades y debilidad corporal, por lo que, desde palacio a las chozas, las personas sólo se echaban colonia y enjuagues, en un intento espantoso de disfrazar el olor que emanaba de sus cuerpos y ropas. No sé, imagine el lector, a primera hora de la mañana, en el vagón del metro, cuando le toca al lado un viajero que parece estar fermentando en su propio jugo. Pues eso, pero mucho, mucho más, con todo el mundo, incluido el lector.