En el colegio no gané concursos de popularidad ni fui terror de las aulas, aunque hacia el final, rondando la preadolescencia, las cosas se pusieron un poco difíciles. Yo me encontraba, según las evaluaciones psicológicas que nos hacían cada año, en el grupo de las “no clasificables”.
Una vez volví a recoger no sé qué demonios de certificado que me pedían para un trabajo. La monja me miró con recelo, teniéndome en la puerta un rato más largo de lo normal. Sin decidirse a dejarme entrar, a ver si resultaba un timo o un intento de robo. No se acordó de mí en ningún momento. Debo decir que yo, haciendo honor a mi absoluta falta de habilidades sociales, tampoco hice nada por refrescarle la memoria.
Siguiendo el devastador patrón del recuerdo, ese que todo lo reduce en perspectiva, el interior del edificio era mucho más pequeño, más oscuro, estaba más descascarillado de lo que había conservado en mi cabeza. Las clases y los pasillos eran claustrofóbicos, la terraza donde salíamos al recreo no era más grande que la de un bloque cualquiera del barrio. Pregunté a la monja si habían cambiado el color, pero me dijo que no. Yo debía haber sufrido daltonismo: durante años lo soñé amarillo, y era verde. Pero verde tela de hospital y hoja de morera, como en las que venían los capullos de gusano que comprábamos a las mayores y nos llevábamos a casa en cajas de zapatos. El caso es que se morían en pocos días, pero cada año volvíamos a por más gusanos con muchísima ilusión.
En el colegio, cuando llegaba el buen tiempo, antes de las clases de tarde, jugábamos al Balón Prisionero. O en caso de que la pelota se nos cayera a la calle o hubiese sido confiscada, al tú-la-llevas, a la manera de docenas de niñas de trece años.
Para el Balón Prisionero siempre había jugadoras dispuestas. En realidad, casi todas las de 6º, 7º y 8º nos empleábamos a fondo en una especie de liga salvaje. Las niñas, antes de empezar, ya sabían ansiosas qué grupo se pedían y a quién querían de líder. Una siempre decía “Me da igual, una es idiota y la otra una bestia”. Al final, la Bestia y sus escuderas, con el desprecio que pueden ejercer unas criaturas de palmo y medio, se reservaban con deleite los balonazos para esa alumna en concreto, y la Idiota, que también era un poco tonta, la incluía en su bando (un poco por pena, también hay que decirlo), algunas veces en primera fila, para caer al primer y muy contundente golpe de pelota, y otras veces en los últimos puestos, para no molestar en las tácticas de carreras y quiebros al balón, aunque a esta alumna no se le daba nada mal lanzar la pelota al cuerpo de las rivales. Pero, eso sí, no sabía protegerse del contragolpe. Ese siempre ha sido su punto débil. En pocos minutos ya era prisionera, en la retaguardia de las enemigas. Solía saber rescatarse pronto, sin hacer rebote en el suelo, pero al final, por mucho que protestáramos por la violencia de los balonazos, todas éramos hechas prisioneras.
Siempre ganaba el equipo de la Bestia, que tenía a las más grandes y a las más brutas. Entre las que no jugaban, un pequeño grupo entre las que se encontraban, por prescripción facultativa, una niña que apenas llegaría a pesar veinte kilos y tenía la piel transparente y la obesa del colegio (pero no la Obesa Oficial, que esa siempre jugaba y cómo jugaba en el equipo de las brutas), había un pequeño principado de seis amigas que nunca se implicaba en actividades de este corte. Eran las que siempre sacaban sobresaliente en todo, las de las labores más primorosas y pelo más brillante. Pues estas, sentadas en un banquito aparte, se partían de risa con nuestros golpes, las caídas y los berridos de dolor. Saltaban gafas, botones, se arrancaban mangas, dobladillos, babys, las trenzas se deshacían, las rodillas se raspaban, una o dos terminaban llorando… Salvo algunas veces que, gracias a ciertas marrullerías (un pisotón en el momento justo, una zancadilla, dos Idiotas entrando a cargar ilegalmente contra una Bruta), el bando Idiota ganaba, y entonces irrumpíamos en el salón de actos o el pasillo dando gritos de niña, jurando que ese sería el comienzo de un reinado de mil años de orden y justicia de las de séptimo B. Hasta el día siguiente, que el grupo de la Bestia y sus lugartenientes volvía pidiendo otra partida. Y volvíamos a jugar. Y las del banquito ocupaban su lugar para volver a reírse de todas nosotras.
Lo curioso es que cuando tocaba elegir a las delegadas de clase, siempre salían nombradas por mayoría las del banquito. Creo que un año ya ni se hicieron elecciones, dando por sentado que como la dele y la subdele iban a ser las de siempre, ya no hacía falta votar. Una de las alumnas pidió un debate. Salió a la pizarra a explicar sus motivos, y se sentó al cabo de unos minutos, sin haber conseguido ya no que se votara por una riña de la monja, sino por el silencio absoluto de la clase, que luego tornó en burlas y comentarios tipo “debates, a donde los políticos”.
Otro de los juegos más populares en el patio era el látigo. La Bestia o cualquiera de las altas y grandotas se empeñaba en hacer de líder de una fila de jugadoras que iba dando vueltas, cogidas de la mano y cada vez a mayor velocidad, mientras por el camino se apresaba al resto de las niñas, en un vórtice de trompazos, caídas y gritos, hasta que todas eran capturadas en la cadena. La Bestia disfrutaba mucho con estos juegos, y cuando terminaban las clases solía ir a casa acompañada de la alumna que pedía debates, porque vivían muy cerca la una de la otra.
La Bestia se reía mucho con sus ocurrencias.
—¿Desde cuándo han puesto ahí esa casa negra?
—Pero si es blanca —contestaba la Bestia con una carcajada.
—No, es negra —la niña se mordía el labio hasta la sangre.
—¡Qué loca estás!