A finales de los años cincuenta, había un Madrid que se escondía de la miseria y el abandono con una risa socarrona y un brillo de oro falso. Que ante el saqueo y la soledad decidía marcar las cartas grasientas del bar y salir a ver qué le quitaban al primer primo.
Teníamos una versión seria y muy circunspecta de la ciudad. La de la literatura y cierto cine, que en cuanto le dejaban, mejor dicho, cuando la autoridad no se coscaba, soltaba una bilis desesperada sobre lo madrileño, como ese Madrid tremebundo que vivía en un pisito detrás de la Gran Vía, recreado por un italiano y un señor de Logroño.
Después estaba la versión amable. Un Madrid Imaginario, de postal, en fabuloso blanco y negro, cuyos puntos cardinales eran el Estadio de Chamartín, el Cerro Garabitas, Casa Mingo y el York Club. La fotografía de unas calles que brillaban más que Roma, aunque sin italianos, pero donde nos querían hacer creer que todas las personas eran como Laurita Valenzuela y Tony Leblanc.
Tony es el santo civil de esta ciudad. Cada vez que escucho gritar “¡Desgraciao!”, desde una furgoneta o un balcón, me lo imagino vestido como en los Económicamente débiles o dándole una colleja a José Luis Ozores en El Tigre de Chamberí. Nunca habré disfrutado tanto como viéndole en Los Subdesarrollados o Los Tramposos.
Hay un Madrid que corre con las aguas subterráneas que fundaron la ciudad. Está por encima del aire que respiramos, mezcla de basura y perfume anunciado en televisión, girando burlón sobre las solemnes estatuas que adornan los grandes edificios, sacudiendo las antenas de los bloques de protección oficial. Brilla en el sol de invierno, que ciega a los paseantes y hace vibrar las hojas y el empedrado. Se esconde en las sombras blancas de los coches cuando caen las heladas. Tiene una clave secreta detrás del antiguo escudo, donde en lugar de la osa abrazada a su arbolito lucía un dragón que sacaba la lengua, porque antes fue vulgar culebrilla. Es ese Madrid que lucha por mantener la dignidad cuando no le queda nada. Las garras y el lustroso pelo de gato negro.
El Madrid de los cien mil talleres, el de los frenazos y los conductores criminales. Grasientos. Casas de comidas y “menús económicos” que poco a poco te van agujereando el estómago y el tímpano, con el volumen de los gritos del personal. El Madrid del botellín de la Mahou (“¡¡Ocho pesetas!!” “¡Una Utopía!”) y la ración de boquerones, a ver, tú, quién paga esto. El de las droguerías y ferreterías, inmensas como barcos, relucientes como espejos, donde puedes encontrar el clavo ardiendo definitivo, el que se ajusta a cada necesidad. El Madrid de las personas que no conocen los patrones de lo Último y caminan de espaldas a lo Superfluo.