Escribo para vigilarme. Esta afirmación, que es la primera que me viene a la cabeza ahora mismo, es sin embargo falsa, ya que ni nos sirve ni nos resuelve nada. La vida, para la gran mayoría de ustedes, resulta poco emocionante, aburrida, demasiado sosa, para decirlo ya de una vez alto y claro. Por eso buscan en la escritura el condimento capaz de darle sabor a sus vidas y, ya de paso, también al libro que pretenden comerse. Pero, ¿cómo?, dirán algunos de ustedes, “¿cómo se atreve esta momia recién salida de un museo cualquiera a decirnos a nosotros, los huéspedes activos de este mundo sazonado de horrores, que la vida moderna es sosa y aburrida? ¡Guerras frías y calientes, preventivas y de urgencia! ¡Dificultades prácticas y técnicas! ¡Preocupaciones y angustias de la mañana a la noche! ¡Si tenemos de todo!”. Por favor, un poco de calma. No hay que alterarse ante la evidente inexactitud de mis afirmaciones. Compréndame, sólo soy una momia. Acabo de salir de una caja y ustedes me despiertan a estas horas de la noche para preguntarme por cosas de las que no sé nada y de las que, aunque supiera, no estaría en disposición de juzgar como debería. Los últimos dos mil años no han sido fáciles para mí y, prescindiendo de los días y las horas en las que el museo está abierto, sólo sé que la batalla en la que ustedes se encuentran se libra tras las puertas de sus casas, en sus dormitorios, donde la sed y el hambre les retuercen el estómago y les minan la moral. ¡Sí, señores! La vida es poca cosa para los miles de millones de seres que, como usted, se levantan a primera hora de la mañana para ir a trabajar, todos a la misma oficina, todos a la misma fábrica, todos a la misma sucursal bancaria (con los problemas que esta exagerada concentración de personal conlleva). Ustedes están incómodos y se les nota. Porque ustedes comen el mismo menú en el mismo restaurante en el que nunca hay paella, toman el mismo tranvía, lo que les priva de asiento, oyen los mismos rumores sobre los mismos defectos y atraviesan el mismo barrio para llegar todos a la misma casa, y nadie me puede negar que esto no sea cierto.
Nuestros antepasados, del hombre de las cavernas al cazador de la selva, del miembro de una tribu pastoril a un bibliotecario rural, conocieron un género de existencia mucho más gratificante, con muchos más peligros y con muchas menos ocasiones para el descuido personal y moral que ustedes, aunque también es cierto que ellos nunca pudieron deslizarse sobre una pista de hielo un sábado por la tarde… Los humanos estamos hechos para soportar más de lo que soportamos y es por eso por lo que hoy en día nos sobra un excedente de energía que sólo la escritura puede saciarnos, y permítanme que me incluya yo también entre ustedes, pues, aunque sólo soy una momia, también tengo mi corazoncito, y tan pronto como me lo restituyan se lo haré llegar a ustedes, pues ya son como de mi familia y les quiero como tal. Para muchos, y sobre todo para muchas, la escritura es algo equivalente a pasear por ese jardín de barrio que todos conocemos, vulgar ejercicio que, queramos o no, practicamos con más o menos disimulo cuando necesitamos de un ambiente grato. Ahora bien, no podemos olvidar que no todos los hombres son sastres y que hay bazares que, por un precio razonable, cortan muy bien la tela, usan muy buen paño, tienen una idea muy clara de la talla que gastamos y, ¿por qué no decirlo?, satisfacen más que la ropa hecha en casa. Y no crean que se me oculta la gravedad de esta afirmación, por la que pido disculpas de antemano. Con ella sólo intentaba sentar las bases de mi discurso, para distinguir la palabra justa de la elocuencia gratuita que se ha de llevar el viento.
Un discurso expuesto de cualquier manera podrá obtener el aplauso de los degenerados, pero sólo las palabras expresadas desde el convencimiento y la lógica pueden llegar a convertirse en prosa que, una vez publicada y leída, se disfrute con provecho. Porque la verdadera prosa no aspira a ser arrastrada por el cauce de los acontecimientos ni a arrastrar con ella al lector, todo lo contrario: la gran escritura aspira a suspender su juicio tanto como sea necesario, porque todos somos culpables. De ahí el trajín sinuoso de algunos lectores, de ahí su manera de andar curiosa y risible de camino a una librería, ¡pretenden escurrir el bulto! Todo lo que estoy diciendo, enlazado un poco como viene, me parece válido y exacto, sin una palabra de más ni de menos, pero aun así les pido por favor (les suplico, si es necesario), que sea entendido sin exageraciones ni excesos de euforia. Demasiado a menudo nos tomamos la escritura al pie de la letra y eso es muy peligroso. ¡Muchísimo! Peligroso para el lector y peligroso para el autor, que se encuentra de buenas a primeras en una situación que para mí la quisiera. Realizado este aviso, permítanme ahora comunicarles que entre nosotros hay gente que se siente sola, que no está segura. Algunos de ellos experimentan un miedo atroz al ridículo, otros se creen diferentes. Tales aprensiones son típicas de la pubertad, propias de esa edad en la que los monstruos y los dioses nos niegan la calma, edad terrible en la que no se ejecuta una acción que segundos más tarde no deseáramos borrar del mapa. ¿Cuántos hombres (y sobre todo, cuántas mujeres) no prolongan ese mismo estado de inquietud en la edad adulta, cargando con él hasta los mismos umbrales de la tumba? ¿Cuántos triunfadores no son sorprendidos en un estado de pánico? Para ayudarles a salir de esto sería precisa otra persona, alguien con más experiencia y mejor capacidad para la reflexión, alguien que les tendiera una mano para darles una muestra de apoyo y no para empujarles aún más fuerte al precipicio. Alguien que se asomara al vacío y gritara: “No te preocupes, que no pasa nada. Todos sabemos lo que es esto”. Yo mismo me enamoré de una mujer cualquiera, y tras un mar de dudas supe que no había en mi amor ningún defecto más allá del haber escogido al azar, acabando en los brazos de una desconocida que ni pudo ni quiso corresponderme con sus abrazos. Quiero que sepan que con el paso del tiempo he sido feliz y, en no pocos casos, esa misma felicidad me condujo más lejos de lo que yo mismo esperaba, llegando al punto en el que me vi obligado a dar marcha atrás, pues una cosa es estar dispuesto a querer y otra el estar desbordado por el amor. La vida nos parece demasiado difícil, demasiado compleja. A veces la gente habla y no se la entiende. ¡Qué difícil sería transcribir este monólogo! Yo también escuché cosas de las que hoy me arrepiento. Gracias a Dios, la muerte fue mitigando mi desaliento y hoy, dos mil años después, te puedo decir que la vida empieza después de morir y que dos mil años no son nada si los comparas con según que cosas.
Confidencias de este tipo, hechas siempre desde el respeto, podrían ser un buen elixir para aquel que las escucha, pero, ¿cuánta gente se ha tomado la molestia de calzarse a medianoche para salir de casa, buscar un taxi, cruzar la ciudad y plantarse en una casa misteriosa para dar el consuelo allí donde se necesita? Pocos, muy pocos, podríamos contarlos a todos y tal vez nos sobrarían dos o tres. Vivimos en comunidad, sí, pero rara vez levantamos la visera de nuestra armadura para compartir con el prójimo nuestro caballo. No sabemos ponerle freno a nuestra conversación en el bar, pero cuando se acaban las copas y el dueño del establecimiento nos amenaza con la escoba, nadie nos mira a los ojos para pagar la cuenta. Los padres desconocen a sus hijos y los hijos ni tan siquiera reconocen que algún día tuvieron padres, aunque eso no sea obstáculo para exigirles una paga escandalosa. Me horroriza ver hasta qué punto puede desconocerse y juzgarse un matrimonio después de treinta años de convivencia. ¡Qué injustos podemos llegar a ser a veces! Y aquí, en mitad del marasmo en el que, sin quererlo, nos hemos visto inmersos, es donde reaparece la escritura, a la que teníamos momentáneamente olvidada y que ahora recuperamos para calificarla de bello ángel de la guarda, de confidente fiel y celestina apasionada. ¡Gracias por resolvernos la papeleta, guapa! Lo que por falta de valor o simple y llana cobardía se callaron nuestros padres, nos lo dice un escritor sin pensárselo dos veces. ¡Hurra por él!
Esta cháchara gratuita me recuerda a una anécdota que, aunque ya muy repetida, no deja de tener su gracia: Trabajaba yo de vendedor de periódicos en Nueva York, allá por el crack del veintinueve, cuando vi a un mendigo leyendo un gran volumen de más de ochocientas páginas. El libro en cuestión era La vida de Napoleón. Llevado por la curiosidad, le pregunté a aquel buen hombre lo siguiente: “Señor mendigo, siendo usted un desgraciado que no tiene donde caerse muerto, con todos los respetos, ¿de verdad le interesa la vida de un hombre con tanto éxito y aceptación popular como Napoleón?”. “Ya lo creo —me respondió el mendigo—, la vida de este mamarracho me apasiona porque en su manera de ser descubro rasgos que me recuerdan a mí.”
Está claro que aquel mendigo era un mentiroso, pero no descarto que haya algo de cierto en sus palabras. No obstante, por desgracia, las cosas nunca suelen ser así.