¿Y si un cine fuese un corazón roto con una luz en el fondo? Ay, amor, con jazmines en el pelo y rosas en la cara no se hace la revolución hippie pero se canta La flor de la canela. (Sí, todos los caminos que el tiempo ha borrado llevan a Fernando Fernán Gómez.) El cine, los domingos y la tarde escurriéndose como un puñado de arena entre las manos de un hombre sin brazos. (Oh, corazón, qué burgués es el miedo y qué redondo es el circo.) Vivo por acumulación, de películas, de lecturas, de telefonazos, de gente por la calle. Cada segundo es un dato que hay que procesar. Pero esto ya lo explicó Franz Kafka en El proceso. Mierda de cine. Pienso en el libro de Kafka y lo que veo es a Anthony Perkins abriendo una puerta. Todo El proceso, la película, no es más que la versión trágica de Alicia en el País de las maravillas. Con Disney pasa todo el rato: era un Galactus devorador de mundos. Los libros no pueden recordarse si también has visto la película. Recordar una historia por su libro es como recordar a una persona por su alma. Pero ¿tenemos alma? Sí, claro, son los libros. Está flotando en la historia y porque vuela no se ha escrito: cada libro es un alma blanca, y el alma de Bob Dylan es una armónica pequeña. Ya lo dijo el poeta ruso, la crisis vendrá por las almas muertas (don Quijote se volvió loco de tanto hablar con ellas). También me pasó con un cuento de H. P. Lovecraft (qué iniciales, pobre hombre, que oscilan entre una marca de impresoras y un insulto de primer grado). En la película de Carpenter, el Asalto a la comisaría del distrito 13, lo que se está explicando otra vez es un relato de Lovecraft, El color que cayó del cielo. Aquí el color es el padre de la niña, el punto aleph del mal, el cuerpo extraño que entra en la comunidad y atrae hacia sí la destrucción, y que, sin saber bien cómo, se va de repente por su propio pie y todo vuelve a ser de nuevo extrañamente normal, de nuevo se vive sórdidamente en paz. (Pero eso ya lo sabían los antiguos romanos —no los de Rossellini, otros más ligeros de ropa—, nunca es tan sórdido el poder como cuando impone su paz.) Ahora llevo pegado a los ojos, hace ya un montón de días, el agujero en la chaqueta, el disparo en la chaqueta de la última de James Bond. Me ha recordado que hace tiempo que somos hombres muertos con un agujero en el pecho, de viaje hacia el pasado. Los zombis son una filfa, cariño, son masa, son rebaño. Olvídate de ellos. Son la mayoría silenciosa de la que hablaba Rajoy. ¿Sabes qué?: cada muerto sigue siendo un hombre libre. No vamos a dar nuestro brazo a torcer ni muertos, por algo llevamos en la solapa clavada una medalla de sangre.