Lo leo en la prensa. Un aparejador de Málaga clica en un par de enlaces y redirecciona a sus cincuenta y siete seguidores de Twitter un Youtube featuring su sobrino: un niño de seis años que se hurga la nariz con el dedo y se saca los mocos. Luego se lo come.
En diciembre el niño sale disparado desde un columpio y se abre la cabeza de tal mala forma que no hay quien se la cierre. Para cuando la propagación de Niño comiéndose los mocos alcanza las cinco cifras, el entierro del peque ya se ha celebrado. Para cuando aparecen los primeros remakes, remontajes y remixes, el peque está siendo ya pasto de los gusanos.
Entonces va el aparejador de Málaga y se mata. Eso gusta mucho. Son el tipo de cosas por las que la prensa se pirra. Se mata porque se sentía culpable de la propagación vírica del vídeo o simplemente porque estaba hasta los cojones o porque se aburría, eso no podemos saberlo. El caso es que se ahorca en su piso de la Rosaleda.
Atrás deja, dice la prensa, su canal de Youtube y su cuenta de Twitter. Su perfil de Facebook y su cuenta en MySpace. Líneas de código que llevan su nombre y que quedan anquilosadas como pequeñas pestes en todos los rincones de la red.
Entierran el cuerpo, pero lo digital sigue hediendo. Cadáveres que se conocían y a los que les gustaban las mismas mierdas. Sujetos que jamás chocaron la mano hermanados para siempre por cadenas hexadecimales y entradas en bases de datos MySQL.
Los Twitter de los muertos. Los buzones de Hotmail de los muertos. Las playlists de Spotify de los muertos. Los feeds RSS de los muertos. Léelo en la prensa. A cada día que pasa son más.
Las solicitudes de amistad de los muertos. Todo ese rollo de que quieren ser tus colegas cuando en verdá piensan que eres un soplapollas, ¿sabes? Pues eso mismo pero contigo cadáver.
Flota en el aire, lo leo la prensa. En esa prensa colosal que conforman tierra y cielo.
La gran prensa no es un panfleto de kiosco, es la propia realidad. Nos tiene pinzados los huevos, de un momento a otro va a crunchárnoslos. Tú clica con el ratón, clica a ver si te da tiempo. El reloj corre que se las pela.
Peña que te etiqueta en una foto del Facebook mientras las bacterias se ponen como el quico a tu costa. Es aquella que te sacaron en Lloret. Estás todo enfarlopado y te agarras los huevos con la diestra mientras blandes la zurda en un puño como si estuviera sonando una canción de Manowar, ¿te acuerdas?
Pues un tipo de Las Palmas la barre con el puntero del ratón y hace clic. No hace clic porque sí. Está compartiendo, hombre.
Tu careto replicado simultáneamente en cincuenta y siete monitores. Tu mano en tus huevos. El enlace psíquico se traba y te agitas levemente en la tumba. A lo mejor sólo es un efecto óptico.
En cualquier caso a partir de ahí ya es rollo social a tope. A partir de ahí se abre un debate guapo.
Me gusta. Ya no me gusta.