Para cuando dan las ocho ya no podemos más. Llevamos toda la tarde aullando a voz en cuello, agitando los brazos, echando carreras de un lado para otro. Tomamos asiento en el asfalto y Ramón nos escarba las carnes y los cueros cabelludos, sacando partido de su doctorado en medicina. Traumatismo abdominal. Traumatismo craneal. Traumatismo testicular. La chica del suéter amarillo toma el megáfono y pasa repaso a los blogs que apoyan nuestra protesta, a las páginas de Facebook que se hacen eco de nuestras reivindicaciones. Todos aplaudimos. No obstante, dice, ahora mismo nuestras opciones se reducen a dos. La primera es seguir concentrados frente al Parlamento a pesar de que nos han advertido de que aquí no nos podemos quedar. Hace un gesto con la barbilla en dirección a los antidisturbios, que siguen cercándonos, escrutándonos con sus ojos de pescado. La segunda es permanecer en movimiento, llevar la manifestación a otros lares. Su voz me llega empantanada, colándose a través de la brecha que me han abierto en la cabeza. La asamblea vota. Instantes después Ramón tira de mí y nos ponemos todos en marcha.
Reemprender la manifestación nos activa, y enfilamos por Colón para posteriormente ascender por la Rambla y recorrer el casco antiguo. Las protestas y los cánticos que entonamos nos vivifican, nos insuflan nuevas energías. Los turistas nos disparan fotos, intercambian comentarios. Los viandantes nos filman y retransmiten nuestra gesta en streaming a través de Internet. Barcelona se asoma al balcón y nos envía un saludo. Un antidisturbios se lo devuelve desde la furgoneta que nos escolta.
Dan las once cuando finalmente acampamos en plaza Catalunya. Tras cuatro días durmiendo al raso nuestras osamentas están molidas, pero Ramón me confirma que la herida de mi cabeza ha dejado de sangrar. Me deslizo hacia un sueño de gloria, arrullado por el runrún del tráfico y cláxones que pitan en solidaridad.
Unas manos enguantadas en negro agarran a Ramón de los pies y lo arrastran fuera de nuestra tienda. Agitación, indignación, aullidos. Nuevo asalto al campamento por parte de los antidisturbios. Aquí no nos podemos quedar, amenazan. Renqueantes y orgullosos, reemprendemos el camino llevando las protestas al extrarradio de Barcelona. Nuestras canciones de guerra retumban por las calles de San Cosme, el Carmelo, Cornellá. Los minoristas nos obsequian sonrisas de adhesión, los oficinistas se asoman a las ventanas. Elevo la mirada hacia todos esos edificios llenos de gente y tomo conciencia de que el pueblo está con nosotros, que no les podemos fallar.
Las jornadas siguientes transcurren confusas y letárgicas. Desde el segundo porrazo en la cabeza —creo que lo recibí el martes—, vengo experimentando náuseas, vértigos, desorientación. Me sobresalto al encontrarme de pronto tendido en un campo de girasoles, inmerso en un entorno rural. Diviso un rebaño de ovejas circulando a lo lejos. Veo a la chica del suéter amarillo megáfono en mano, instándonos a no desperdigarnos: al parecer los antidisturbios están aprovechando los maizales para camuflarse y abatir a tiros a los rezagados. La megafonía de la furgoneta de los antidisturbios nos advierte por enésima vez que aquí no nos podemos quedar.
Es sábado y el tráfico en la carretera está a flor de piel, canalizando a la ciudanía hacia sus segundas residencias. Nos alineamos en el arcén y seguimos adelante. Los que aún pueden caminar asisten a los heridos. Tomamos la comarcal C-12 por sorpresa, haciendo caso omiso de las detonaciones que resuenan a nuestra espalda. Es la pirotecnia que ilustra la celebración de nuestro triunfo inminente. A la altura de Amposta, nuestros pies sortean el cadáver de la chica del suéter amarillo, que yace con los ojos muy abiertos y un rictus petrificado en los labios. Un conductor pasa junto a nosotros extendiendo dos dedos en señal de victoria. Di que sí, tío. Lanzamos los puños al cielo, entonamos La Internacional. Ramón cojea hasta un olivo, se apoya en él y empieza a vomitar sangre. Aplaudo, grito, coreo. Nos sobrevuela una bandada de palomas. La lucha continúa, nada nos puede parar.