Batida en algodonado retiro tratando de escribir sin pensar en quién, intento pasar por alto las cosas que veo cuando abro la puerta, pero no puedo. La curiosidad no es amor al prójimo y el chisme lo alienta el diablo, dijo el otro día el papa del sur, el perro argentino, que cada día me gusta más por lo que disgusta.
De todas las comunicaciones que puedo establecer —salvo la granada alegría que me traen los amigos los fines de semana—, elijo la del jinete que llama al timbre cuando le place a menos que esté demasiado borracho, a menos que lleve demasiado alterada la percepción de las cosas (alteración por híper concreción del asunto en general) y le dé por la agresividad, que si bien no muestra hacia mí, siempre es sórdida, siempre es sobredosis y cansa muchos fardos, aunque sea explícita, que es como me gusta que sean las cosas, menos algunas producciones musicales y otras nanas jirón de piel.
Así me lo enseñaron y así lo hago. Si alguien no cumple lo que acuerda, hay que darle con una barra de hierro en mitad del cráneo, me dice un campesino de tractor tuneado por defecto, cuando le insto a tirar por lo legal un asunto de límites de fincas que le lleva a cerrar el puño cuando lo habla.
Como se me escapa la risa por la exageración, por la determinación (la falta o exceso de matiz o hace chiste o hace poesía) cree que no le tomo en serio y cuando le apremio a no ser tan susceptible se sacude una mosca que le voltea y las que han de venir, y me responde que si has crecido viendo el culo de una mula la mayor parte de los días, has tenido mucho tiempo para hacerte ollas y ya no te las quitas más de la cabeza. Tiempo para pensar.
Donde estoy llega todo; la vía catalana, la sangre de Lampedusa, los héroes de ficción y unos cruasanes de chocolate que en lugar de celebrar la victoria sobre la media luna turca, celebran la luna llena.
Es la primera vez que estoy tanto tiempo tan lejos de la ciudad, pero con la ciudad en la cabeza, no en vano la rememoro con las palabras, estas dóciles, emperifolladas, traidoras, subversivas, atronantes compañeras que de vez en vez me llevan al bloqueo total y entonces huyo trotando por los campos y hasta en algún cruce de caminos me he visto, absurda, mirando hacia arriba, no buscando la belleza del inmenso pantone de los colores del cielo, si no el verde de un semáforo.
Lo peor, y lo cuento porque lo creo fácilmente identificable, fue cuando me adelantó un coche que conducía un tipo que me pareció familiar. Levanté la mano en un gesto de saludo y traté de ubicar su cara. ¿Era el mismo que me trajo la leña y al descargarla, con furia y decisión, tiró un tronco sobre el montón que rebotó en la pared, para acabar abriéndole un buen boquete en la sien, mecagon la virgensantísima, ya puedes ver lo buena que es esta encina? No lo era. Lo comenté con las comadres que acogieron con placer mis dudas sobre la identidad del conductor y pude ver, estupefacta, con qué deleite se enteran las ancianas que pasan la tarde al fresco de las marcas de los coches, las matrículas y los horarios de los vecinos, lo cual me dejó un tanto aturdida. Sus deducciones, más cercanas a las de un agente del FBI que al amor al prójimo antes mencionado, me turbaron por la silente invasión que debía recaer también sobre mí, desde que he pasado a formar parte de un paisaje y unos paisanos que se pasan el día deduciendo lo que no han sabido llenar ni como hombres ni como mujeres. Alegría por sentirme útil.
Sobre la identidad del tipo me quedé absolutamente igual y la verdad es que no debía importarme tanto cuando no pensé en ello hasta que un día, esclava de las palabras de marras, en blanco toda yo, acudí al bar a ver al Barça, que me la trae al pairo por opio malo cada vez más ruidoso y contaminante, y por ver a la peña que se lo bebe.
Fue ahí que salí de dudas. Charlando en la barra miré a la pantalla y vi al conductor del bosque. Era Messi.
Huelga decir que Messi no era el conductor que me había adelantado bajo una higuera, pero para mí sí lo era, lo cual venía a ser lo mismo. Yo vi aquel careto y me resultó familiar. Me pareció ver.
Me vino a la cabeza que tengo que cumplir quince días de arresto domiciliario o pagar una multa con dinero dineral por un asunto de los asuntos de las pelotas de goma y que el genio de la pelota defraudó a Hacienda y seguía jugando a fútbol en fervor de multitudes, adelantándome en los caminos. El argentino, no el del cáliz, el otro, es un genio del balón, pero dudo que supiera estar quieto buscando unas palabras que duelen tanto como fagotizan, al tiempo que la realidad le siguiera confundiendo.