Julián Hernández retoma las tribulaciones del inspector jefe Guarnerius. El recién llegado hará bien en empezar la lectura aquí, donde se narra el día anterior a su incorporación a la comisaría de Via Papaveri. Por su parte, el avispado lector veterano que en su momento leyese La teoría de las supercuerdas y sus Tres apéndices reconocerá en este flashback objetos, personajes, vicios y actitudes que más tarde cumplirían un papel en sus andanzas. Sin embargo, en aquel tiempo, Guarnerius aún no sospechaba lo que se le venía encima…
Por aquellos días, se mudó Guarnerius a la Via Piccolino Trieste. Fue breve su mudanza. Algo de ropa, algunos libros, una foto enmarcada de Gina Lollobrigida, un álbum con nueve discos de pizarra y un decrépito tocadiscos de maleta con el selector de velocidades atascado en la posición de 78 RPM: eso era todo. Aparte, claro está, de su cama, tres cajas llenas de archivadores y un espejo de tres hojas sin el cual era incapaz de afeitarse en condiciones. Llegaba allí la tarde antes de tomar posesión de su nuevo destino: se tenía que hacer cargo provisionalmente de la comisaría de Via Papaveri —a unas dos manzanas de Piccolino Trieste— mientras todo el personal la desmantelaba para trasladarse a unas dependencias más amplias y muy modernas.
El recién llegado sacó la cartera para darle una propina a la cuadrilla que había trasladado todo aquello. Puso unos billetes en la mano del primero de la fila que le tendía la mano para despedirse:
—Aquí tenéis, chicos: tomaos unas copas a la salud del Dios de las Mudanzas.
Los operarios salieron uno detrás de otro, empujándose y dando las gracias encantados de la vida. Guarnerius cerró la puerta de tacón y contempló las cajas que contenían sus tesoros. Abrió su navaja y cortó algunos precintos sin demasiado empeño, pero al cabo de un cuarto de hora se agobió y decidió salir a la calle para hacer una inspección rutinaria de la zona. La casa no tenía ascensor y, como casi todas las del barrio, sólo tenía bajo, primero y segundo, siendo este una especie de ático bajito. Guarnerius acababa de tomar posesión del último y bajó los escalones de dos en dos hasta pisar la acera. Miró a la derecha. Resopló. Miró a la izquierda y vio en lontananza una tienducha que prometía. Mientras se acercaba a la tierra prometida, observaba sus zapatos reflejados en los escaparates. Le gustaban sus zapatos. Diseño inglés —pensó—, a los romanos nos gustan los zapatos ingleses: que follen a los zapatos milaneses.
Entró en la tienda (¡clin! ¡clin! ¡clin!, sonó la campanilla) como quien entra en la Capilla Sixtina: mirando en todas direcciones con la mandíbula abierta y los ojos aún más abiertos. Localizó en décimas de segundo un par de estantes interesantes. Se acercó al mostrador. Allí, con el codo apoyado en el mueble y la mandíbula apoyada en la palma de la mano, vegetaba con los ojos cerrados un tipo nativo de algún país indefinido, entre africano y asiático, que apenas levantó una ceja cuando Guarnerius le dio unos golpecitos en el hombro.
—¿Qué se le ofrece, señor? —dijo sin ningún entusiasmo el aludido.
El que aludía señaló los estantes que instantes antes había localizado.
—Una botella de Johnny rojo, una caja de puros de esos que hay ahí y si, por algún casual, tienen ustedes vasos y hielo, pues también. Soy nuevo en el barrio —añadió Guarnerius como queriendo hacerse el simpático sin demasiadas ganas de resultar simpático.
El dependiente se incorporó, lento pero zumbón. Intentó una sonrisa de compromiso al pasar a su lado y, rascándose el parietal izquierdo, se dispuso a recopilar el pedido. A medio camino metió la mano en una nevera, se detuvo y volvió la cara.
—Señor, el hielo está muy frío.
—No importa. Me lo llevo igual. ¿Los vasos están enteros?
—Señor, sí, y están de oferta.
—No importa. Me los llevo igual.
Las cinco de la tarde en Roma es hora poco propicia a la lógica más elemental, pensó Guarnerius. Puso encima del mostrador los billetes que le quedaban en la cartera.
—¿Le dije que soy nuevo en el barrio?
—Sí, señor, y estoy encantado de saludarle. Mi nombre es Yusuf y soy de Maxambomba. Bienvenido.
—Bonito sitio, sí señor. Su país, quiero decir —dijo Guarnerius— porque el barrio aún me lo tengo que patear un poco más. Por cierto, estoy destinado en la comisaría de Via Papaveri. Se llega bien andando, ¿verdad?
A Yusuf sólo le faltó un milímetro para entrechocar las suelas de sus zapatillas al tiempo que se echaba la mano a la sien. De repente desbordó entusiasmo en posición de firme.
—¡Sí, señor! ¡Está muy cerca! Yo tengo amigo del alma trabajando allí. Se llama…
Guarnerius le interrumpió levantando la mano derecha mientras enredaba los dedos de la izquierda en las asas de la bolsa que le había preparado Yusuf.
—¡No, por Dios, no se preocupe! Yo no me ocupo de preocupados. Soy sólo un vecino nuevo en el barrio y un sustituto provisional en el trabajo. Gracias por todo y quédese con el cambio.
Puede que esto sea el principio de una horrorosa amistad, se dijo Guarnerius mientras salía de la tienducha.