La historia de la Segunda Escuela de Viena es la historia del hundimiento de la música culta occidental. Para empezar, no es ni siquiera una “Segunda Escuela” porque jamás hubo una primera. Sí, vale, hay quien dice que la primera era la de pibes del calibre de Mozart, Haydn o Beethoven. Por añadir, y con ganas de enredar, incluyen también a Brahms o Mahler. Una ingenuidad. El nombre original de la que tratamos es “Nueva Escuela de Viena” (Neue Wiener Schule), lo que tampoco dice mucho, claro, pero se escaquea de lo de““Segunda”. Un sindiós, vaya.
Todo empezó cuando a Arnold Schönberg se le ocurrió dar clases de composición a Alban Berg y Anton Webern a principios del siglo XX y en plena vorágine del cromatismo post-wagneriano. No es que fueran discípulos díscolos, no, pero cuenta la leyenda que más de una colleja les cayó cuando don Arnold les intentaba inculcar una armonía tradicional de la que él mismo renegaba. Cuando Alban y Anton abandonaron sus clases y empezaron a volar por su cuenta, esa tradición secular ya ni respiraba, asfixiada por el despiporre del atonalismo libre. ¿Qué hizo Arnold? Pues organizarles una nueva técnica: la dodecafonía. Un concepto democrático donde los haya: doce notas, las que tiene nuestro sistema, todas iguales sin que ninguna mande. ¡Al carajo con las sinfonías en Do menor o las sonatas en Si bemol!
Desde hacía casi siglo y medio, la burguesía occidental (¿había otra?) financiaba auditorios, orquestas y compositores para escuchar preciosos tiroriros y chundachundas que fueran de su agrado. Y de repente, de la noche a la mañana, se sublevaron sus dóciles subordinados. ¿Qué hizo la burguesía? Fácil: con estos gamberros cacofónicos se acabaron las contemplaciones y, por lo tanto, la pasta. De paso, la burguesía mecenas aprovechó para montar la mejor maquinaria a su servicio: el Partido Nacionalsocialista. En un abrir y cerrar de ojos, todo se fue al garete, porque más allá de Wagner, na de na. Arnold, que era judío, se largó por patas. Llegó a los Estados Unidos y para sobrevivir tuvo que dar clase a los compositores de bandas sonoras cinematográficas (género que despreciaba), que sólo querían aprender la técnica dodecafónica para dar más miedo en las películas. El único alumno que no pretendía tal cosa le salió rana. Se llamaba John Cage.
¿Y qué fue de Alban y Anton? Pues se quedaron en Austria. No eran judíos y eso, aparentemente, les salvaba. No contaban con que eran unos representantes del arte decadente y por ello fueron acusados de “bolchevismo musical” (?).
A Alban le había dado por la ópera. Su Wozzeck había sido un éxito en los años veinte, pero los treinta, ¡amigo!, fueron otra cosa. Su música se prohibió en la Gran Alemania hitleriana —Austria era parte del proyecto— y las cosas fueron de mal en peor. Aún así, erre que erre, Alban empezó a escribir su segunda ópera: Lulú. El exilio interior y el aparato nazi no podían con él, pero el enemigo revoloteaba a su alrededor. Literalmente, de hecho. En 1935, una picadura de insecto le produjo una especie de quiste en la espalda que su mujer, dada la falta de recursos económicos, le operó con unas tijeras. El día de Nochebuena de ese mismo año, Alban moría de una septicemia. En 1979, cuarenta y cuatro años después, nuestro viejo amigo M. Boulez, don Pierre, estrenó la versión completa de Lulú en París.
A Anton le gustaba variar un poco las cosas (su Opus 30 son las increíbles Variaciones para orquesta) y cambió el guión de la desgracia de su amigo. Su música también fue prohibida, pero él sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial; eso sí, sólo unos meses. La historia de las tropelías cometidas por las fuerzas de ocupación yanquis no está muy bien escrita, que digamos, y la muerte de Anton no es una excepción. Cuando ya parecía que las cosas irían a mejor, ocurrió la desgracia. Al parecer, estaba en casa de sus consuegros, en el pueblecito de Mittersill, cuando una patrulla de soldados entró para detener a su yerno acusado de estraperlo. En medio del pifostio, Anton salió a la puerta con la intención de fumarse un cigarrillo. El resplandor en la noche sirvió para que un soldado americano totalmente borracho le pegara un tiro sin siquiera darle el alto.
Dos cosas minúsculas, un insecto y una bala, acabaron con el eslabón perdido que hubiera enlazado la tradición europea con la vanguardia que se avecinaba. ¿A alguien se le ocurre un “What if…” de haber sido distinta la historia?