Pierre nació allá por 1925 en Montbrison, un pueblecito francés en el departamento del Loira. Desde muy pequeñito fue un niño repelente y quizá por ello agradeció a sus padres, M. y Mme. Boulez, que no le pusieran Vicente a la hora del bautizo. Para que le quedase claro a todo el mundo lo repelente que era, Pierre se puso a estudiar matemáticas en Lyon como un poseso pero, no contento con sólo eso, solicitó por correo una plaza en el Conservatorio de París para apuntarse a las clases de armonía de Olivier Messiaen. La repelencia de Pierre estaba garantizada: aparentemente había renunciado, por un lado, a la sexualidad exacerbada de la adolescencia y, por otro, estaba llamado a revolucionar la Música del Siglo XX. Aparentemente, digo.
Cuando Pierre le dijo a su madre lo que pretendía hacer para cambiar el destino de la Música y la Ciencia, Mme. Boulez se entristeció:
—Hijo mío, me parece muy bien que tengas esa vocación. Pero has de prometerme que, cuando llegues a París, te buscarás un trabajo decente. Así, aparte de ganarte unos francos, le darías una alegría a tu madre. Ya que te gusta la música podrías, no sé, tocar el piano en el Folies Bergère. No te lo había dicho nunca, pero allí trabajó tu abuela y trabajé yo hasta que tu padre me trajo a este villorrio de mierda y engendramos un hijo repelente…
Pierre, para no perder su repelencia, ni se inmutó: se despidió de su madre con un beso en la mejilla y se subió al tren que le llevaba a la gloria del serialismo integral. Cuando perdió de vista la estación de Montbrison, el joven Pierre pegó un salto de alegría, besó a todos los viajeros en la frente y su rostro se iluminó: ¡por fin tenía una razón, un motivo, un destino! Nada más llegar a París, Pierre empezó su doble vida: de día acudía a las clases de armonía más complicadas que se puedan imaginar (había que mantener la repelencia) y de noche consiguió el empleo soñado por su madre. Al caer la tarde, entraba al Folies Bergère por la puerta de las coristas y ensayaba los números que esa noche harían furor. Pierre aporreaba su piano de cola blanco con los ojos en ídem y era feliz. Pasó un par de años así, ganándose la vida en lo económico y en lo espiritual, sabiendo que sus estudios en el Conservatorio eran sólo una tapadera para su verdadera vocación: allí no se le conocían más pasiones que la música y las matemáticas. En el Folies Bergère pensaban algo parecido, pero no exactamente igual: ese pianista era, sin ninguna duda, un ser asexuado. Un buen día —o mejor, una buena noche—, cuando había cerrado sus puertas el famoso local, la bailarina más guapa del coro, Frou Frou, arrebatada por tanta frialdad, tumbó al pianista sobre la tapa del piano. Fue en ese momento único cuando la ya proverbial aversión al sexo de Pierre se desvaneció entre jadeos húmedos, obscenidades susurradas a la oreja y caricias impensables. Tras un instante eterno y un fuego arrasador en sus columnas vertebrales, Frou Frou y Pierre cayeron agotados sobre la tapa del piano blanco. En ese momento escucharon, o creyeron escuchar, las primeras notas del Preludio a la siesta de un fauno de Debussy.
Al día siguiente, Pierre había tomado una decisión: dejaría la música dodecafónica, las matemáticas y la repelencia para dedicarse a su piano blanco y a Frou Frou. Pero, ¡ay!, la desgracia le esperaba al llegar al Conservatorio. Sus Tres Salmodias para piano ya circulaban de mano en mano entre alumnos y profesores: su destino para salvar la Música estaba sellado. Pierre se quedó de piedra, pero no perdió la compostura ni la repelencia, y aceptó los elogios y el compromiso.
Esa noche, Pierre ya no volvió al Folies Bergère y, que se sepa, jamás volvió a ver a Frou Frou.
(Esta historia se basa en información de primera mano proporcionada por el director Diego Masson, amigo personal de su protagonista. A la hora de redactar estas líneas, Pierre Boulez sigue vivo y es uno de los Grandes de la Historia de la Música Occidental. Ha dirigido magistralmente, entre muchas otras, obras de Anton Webern, Wagner, Stravinsky, Varese, Alban Berg y, ¡ah!, Debussy. También ha compuesto cosas como El martillo sin dueño y Pliegue sobre pliegue. Quizá sólo Pierre sepa qué fue de Frou Frou.)