El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Pleno medio día

Carlos Acevedo Esto nunca fue mejor— 10-05-2013

Me sucede a menudo: contengo la tentación de llamar a mis amigos para precisar cuestiones en torno a las peripecias de un pasado conjunto. Me proyecto diciendo ¿Te acuerdas? Pero abandono el plan por pudor. Aún así, recuerdo e intento contrastar (y entender que el pudor no tiene que ver con la pregunta sino con el tipo de amistad que me permito). O quizás no me acuerdo: hace un par de semanas me contaron varios chistes que hice hace por lo menos tres años y que no recordaba en absoluto. De hecho, siquiera sé el nombre —intenté saberlo pero creyó que bromeaba— de quién me lo contaba (aunque, me aseguró, compartimos en el patio varios cigarros).

Exageraba el calculado desdén que ante el mundo manifiestan las nuevas generaciones (que pueden, o no, ser la mía; da igual). No se emocionan ni conmueven, responden maquinalmente a aquello que les rodea, son unos resultadistas, le comento a uno de ellos (con el que suelo intercambiar pareceres). Me dice que es así y que no es así. Que hay gente buena y hay gente mala. Que hay grises. Que las cosas, a veces, funcionan como funcionan y que no todo el mundo es como yo y que sobre todo el mundo no piensa como yo. Creo que ambos hablamos por hablar y por eso le recito un párrafo a modo de explicación: “[…] tengo más de cincuenta años y nunca lo vi, nunca vi a un hombre encendido y llameante. Un hombre que, cuando levantara la mano para encender un cigarrillo, yo viera en sus ojos los ojos de un tigre acechando en el viento el paso del tiempo para matarlo. Siempre vi los ojos de la nostalgia. Siempre vi los tristes ojos del miedo”. Me pregunta de quién es y le digo que de un periodista argentino, el típico que admira (o adora) un adolescente de la edad que sea por ser (o parecer) la versión cercana de algún anglosajón rebelde —¡el Hunter Thompson argentino! ¡El Bukowski trasandino!— y enseguida hablamos de otra cosa. Otra cosa: la importancia de ciertos textos, películas y canciones que uno hizo suyos y que con el tiempo se han debilitado hasta permitirnos decir que han envejecido mal o que nosotros mismos hemos crecido, da igual dónde y cómo (en realidad es fácil, hasta unívoco: en el sentido contrario a esos relatos), pero todo el rato —ahora también— estoy pensando en la imposibilidad de habitar una mirada, de refugiarse en ella.

De un cuaderno de estar por casa: “Salir en la foto proporciona un paraíso de sosiego, pues representa y preserva lo higiénico y normalizado. El relato que se construye a partir de ella nos dice que estarse quieto permite que la imagen sea diáfana, que la figura esté bien delimitada (su propia condición de existencia llama a abandonar los contornos indefinidos). Una vez allí se hace visible la parte horrible de la senectud: lo que está en la foto pertenece a otro grisé; la foto consigna lo que ha estado, lo que ha sido, se articula como un talismán que apura lo irrevocable. No importan las instancias (tampoco las peripecias) que llevaron a quien sea a salir en la foto, lo que importa es augurar con tiempo suficiente el momento justo para quedarse quieto”.

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