No recuerdo quién lo dijo, si el padre de una amiga o un tipo insoportable con el que compartíamos mesa, pero entonces quedó visto para sentencia que estar más de seis meses en un lugar ya es vivir. Desconozco qué refiere cabalmente esta frase y nunca he logrado asimilar su sentido, simplemente la he acomodado como se acomodan las cuestiones de clase: mantengo ante ella la misma perplejidad que en el momento en que fue dicha y aceptada. Bajo ese dictamen cabe suponer que formar parte de la vida de una ciudad no tiene que ver con aprehenderle el tempo, con adecuarse a él y entrar a compás sin estridencias; tampoco con saber acoplarse a su combustión lenta, siquiera con ir añadiendo capas que anulan la sorpresa entendida como coto exclusivo de un primer acercamiento a la singularidad.
Esa frase, según la voy rumiando, permite asentar la idea de que toda ciudad exige al viandante la misma premura e idénticos procesos de adaptación. Con ella, todas las ciudades son leves variaciones de la misma cosa: su suma conduce a una lectura del paisaje unívoca e informe, exenta de nada que pueda negarla. Vacía de cualquier conato de incertidumbre.
En mi memoria se suceden frases de ese tipo junto a observaciones minuciosas, más o menos afortunadas, todas ellas aisladas y acompañadas de un profundo desprecio o de un jolgorio desbordado e inexplicable. He llegado a pensar que atesoro momentos de este calado con el pretexto de no aburrirme en ninguna espera, pero no lo veo nada claro: no sabría argumentar nada en favor de esa idea sin recurrir a una larga escalada de anécdotas dispares y anacrónicas cuya suma podría inferir un tono o abocetar un entente de conexión, para, mediando el tedio, hacerlo todo irrelevante.
Con el tiempo noto que añoro la posibilidad de hacer mejores amigos durante la espera del primer tren o del próximo colectivo. Amigos de una noche, ausentes para siempre, excluidos de un futuro conjunto. Situaciones donde se empieza comentando el clima o intercambiando observaciones ligeras y nada comprometidas como un preámbulo de confesiones innecesarias. Creo que esto se debe a que vivo desde hace años en una ciudad donde ese tipo de intercambios no corresponden porque la distancia prevalece, incluso durante la espera. Sospecho que por eso arrastro, desde hace un par de días, un abrazo inesperado y del todo inocente como última instancia plena de significado.