Años después me he comprado un reloj de pulsera y en ciertos gestos de media mañana me parece haber tomado la primera comunión hace un rato, haberme comido una buena hostia, consagrada e inaugural, después de la cual ya nada volverá a ser lo mismo. Porque el mirarse el dorso como quien no quiere la cosa, fuera de horas, da mucha credibilidad y te capitula a la cotidianeidad, te hace el ser y el estar más burocrático, además de ponerte años en el vestir y anclarte las letras al mundo de los vivos, donde somos todos hijos de un dios pelón. Este reloj, además, pita dos veces cada hora en punto como un cuco pidiendo litio, una llamada de atención sobre la realidad que no me acaba de convencer, porque el reloj me lo he comprado (cinco euros, en gris marengo) con la idea de perder mejor el tiempo y dejar el telefonino en casa, creyendo preferible echar la tarde en el balcón que pasarla en red.
Qué más.
Nada más.
Tengo apalabrado conmigo un montante de trabajo y una disciplina variable y un largo etcétera que no, que es que no. Bueno. No sigáis mis pasos e ira todo bien. Y esto es algo que os digo con voz de beso. Campeones.