Venga va, vamos a matarlo, vamos a matar esto de Freud y las histéricas, que me tengo que ir a cenar.
Esto tiene que estar terminado antes de la cena.
(p.38) “[La paciente] comienza a hablar del príncipe L., cuya fuga de un manicomio constituía por entonces el suceso del día“.
¡El príncipe se ha escapado del manicomio! Eso son noticias, no lo que tenemos ahora. No se trata de un pobre desgraciado que cree ser el príncipe; es un príncipe verdadero que anda suelto por los caminos haciendo un uso delirante de su cargo. “¡Mirad aquí arriba! ¡Subid a jugar conmigo!“, interpela a los paseantes desde lo alto de un pino, “¡Subid a hacerme compañía! ¡Os nombraré marqueses!”… Joder, subirte al árbol con la esperanza de que, a fin de cuentas, pueda ser un nombramiento válido; llevarte una hoja y un bolígrafo por si acaso. Hay que ser rastrero.
¿Y qué me decís de esto? La enferma relata algunas experiencias desagradables:
(p.36) “En su viaje desde Albazia a Viena, un desconocido abrió cuatro veces la portezuela de su coche quedándose mirándola cada una de ellas durante un gran rato“.
Se entiende que con “coche” se refiere a “compartimento de tren” o algo así, porque si la enferma viajó realmente a Viena en un coche, pues…, pues entonces no sé cómo pudo alguien abrir la puerta durante el trayecto a no ser que el coche estuviera aparcado y el desplazamiento tuviera lugar en la mente de la enferma. Pero, de todos modos, ¿qué pretendía ese tipo con sus apariciones? Freud lo deja en el aire, no le interesa demasiado. ¡Cuatro veces! ¡Cuatro miradas incomprensibles sin progresión ni desenlace! ¡Cuatro yogures podridos idénticos!
Hay un momento en el que Freud hace algo sorprendente, muy feo:
(p.53) “En este punto me permití utilizar la sugestión un poco en broma, único abuso de la hipnosis, bien inocente por cierto, que he de acusarme con esta paciente asegurándole que su estancia en x quedaría en adelante tan alejada de su memoria que ni siquiera recordaría el nombre de esa localidad“.
¡Pero esto qué es! A veces el tío se meaba un poco en el inconsciente de sus pacientes. Se entretenía tirando cubitos de hielo a la autopista de la mente. Y encima escribía sobre ello en sus ensayos. No puedo más que quitarme el sombrero ante semejante personaje. Poca gente hay tan retorcida y transparente al mismo tiempo.
En este pasaje se nos ofrece una imagen cotidiana de Freud que, dadas las dimensiones históricas de su presencia, es al mismo tiempo terrorífica. Un Freud conserje del inconsciente, un centinela aburrido en su garita:
(p.43) “[La paciente] se halla siempre dispuesta a reprocharse como graves faltas hasta los más mínimos descuidos, tales como el que no estén en su sitio habitual los paños necesarios para el masaje o el periódico que leo mientras duerme“.
¡Tener al mismísimo Freud velando tus sueños! Freud sentado a los pies de tu cama, leyendo el periódico como un detective que monta guardia frente a una casa ¿Qué es este sainete barato? Despertar conservando frescas en tu memoria las escenas del sueño, bostezar, y acto seguido encontrarte con la mirada inquisitiva del padre del psicoanálisis: “No hay tiempo que perder, cuéntemelo todo“. Nunca lujo y miseria habían estado tan solapados.
Aquí un desvarío de Freud; por un momento el hombre cree que puede hipnotizar a un paraguas:
(nota 25, final del libro) “Tuve un acceso de impaciencia y una vez hipnotizada, la interpelé impetuosamente (…): ‘Mañana por la mañana se le romperá el paraguas’. No sé cómo pudo ocurrírseme la tontería de dirigir tal sugestión a un paraguas“.
Creo que aquí podemos usar con propiedad la desafortunada expresión “se le fue la olla”. En esa ocasión a Freud se le fue la olla con todas las letras. Lo cierto es que, según nos cuenta más tarde, al día siguiente la paciente forzó el paraguas inconscientemente hasta romperlo. Menos mal que su enferma pudo mediar entre él y el objeto hipnotizado. Menos mal que Freud contaba con sus autómatas teledirigidos que le evitaban quedar como un chamán perturbado ante la historia.
Y para terminar con Freud, al menos por el momento, un par de comentarios impagables sobre el funcionamiento mental de sus pacientes y el cerebro en general:
(p.71) “Mientras que en su propio estado normal [la paciente] ignoraba lo que había experimentado psíquicamente en sus delirios o en el sonambulismo, disponía en este último de los recuerdos correspondientes a dichos tres estados, siendo realmente el sonambulismo su estado más normal“.
Freud nos propone una psique cuyo estado más consciente, más efectivo, es el estado sonámbulo. Decir que alguien está en sus plenos cabales cuando lo hallemos dormido deambulando por la casa. Siguiendo esta línea, sería comprensible que la jornada laboral se desarrollase durante el sueño; esta persona despertaría torpe y cansada, pero sabiendo que se ha ganado el sueldo. Mirad lo que os digo, prefiero ese modelo vital, en serio. Prefiero ir empanado por el mundo, disfrutando de un ocio flácido con cara de gilipollas, pero sabiendo que todo el trabajo está hecho, y lo más importante: no saber en qué coño trabajo.
(p.73-74) “Un cerebro del que fuese posible hacer desaparecer por medio de la sugestión consecuencias tan justificadas de intensos procesos psíquicos sería verdaderamente patológico“.
Un cerebro como de pizarra, del que se pudieran borrar los traumas como si fuesen recuerdos intrascendentes. Ese sí que sería un cerebro de mierda; como un jardín zen de arena blanca surcada eternamente por un rastrillo en miniatura. Eso sí que le hubiera tocado bien los cojones a Freud: tener a un monigote estúpido tendido en el diván. Ser contratado por un cabeza de serrín.