Y ahora voy y me hago el muerto. Vendo mi alma a la causa del arte sin mirar atrás. Me tiro por la ventana de la verdad, sin haberla abierto antes. Derrapo en la carretera de la emoción con el airbag fuera de servicio y me rayo sin querer la pintura del pecho. Me compro un loro fucsia, al que corto la lengua con una navaja olvidada antes de encerrarlo en una jaula oxidada, y te regalo una tonelada de chocolate blanco, embadurnado con abundante salsa picante, envuelto en cartas escritas a máquina con manchas de ansia. Siento tus dientes en mi polla, morada de amor. No hay vuelta atrás en este juego inhóspito. Saco un bien raspado en la asignatura de anatomía del morbo y vendo nuestra gloria crepuscular buscando desesperadamente la matrícula de honor. Me puede la envidia y me como tus celos. Canibalizo mi vergüenza, sincera y discreta, tras invadir tu desván y ponerlo todo del revés. Discrepo de la teoría del vuelo, argumentando que todo es mentira, todo lo que pasa por mi aorta y riega el pánico a abandonar esta tierra yerma. Se tiñen de rojo viril mis miedos mientras canto a las noches perdidas. Te has meado en mi fértil motor del tiempo. El olor que tanto nos disgusta. Pienso en ti y en un gloryhole. Me pides que te escupa y aprovecho el lapsus para mandarte un selfie de mi alma oscura por whatsapp. Te pido que me empujes al ruedo de la diversión y me das una patada en la rótula de la pierna izquierda, marcada por una cicatriz con forma de cruz. Nos colamos en el circo de las causas perdidas, con el fin de saludar al rey de las conspiraciones, y nos contratan como arlequines unos hijos de puta. Mis venas suplican y las tuyas se estremecen escuchando la voz seca de nuestra boca del estómago. Gusanos en el ventilador saludando a la peste escarlata. Exprimiendo la fruta con tus nalgas mato siete insectos y mimo a la muerte. Te adoro, Santa Vagina. Trituro vida animal a tu señal sin remordimientos. Todo queda escrito. Siento amodio en estado puro. Te amo. Te odio. Apareces y desapareces como el acné en estado alfa. Como un herpes en fase lunar cuarto creciente. Apago el cigarrillo en tu piel, oigo un ladrido y digo adiós al bufón que devoró al mimo. El crujir de tu aliento abre los poros de mi sexo y dibujo pollas en el aire con el dedo corazón. El coño lo pones tú, cuando te salga del ayer, porque siento tu sombra en mi cuello. Con el flujo garabateas flechas sobre el suelo que me dirigen a una casa sin fin. No pienso compartir el bidón de gasolina mientras no me dejen pisar el césped. Te ha dado por saltar a la comba sobre mi espalda, cargándola de arena y ruido. Helados se me han quedado los huevos de tanto esperar ese viaje a cualquier parte. El instinto de supervivencia me hace esquivar el funeral de tus ojos. Muerdo el lóbulo de tu oreja hasta arrancarlo de cuajo para llevarme un buen recuerdo. Todo se vuelve del color de la risa y decido, mal que me pese, darme con la cabeza contra la pared, embadurnada de harina de huesos, en una escuela de escritores de otoño y fantasía. Caen hostias por todos lados y la única manera de evitar el fuego nos obliga a escondernos de cintura para abajo. Enterramos nuestras conciencias en el desierto de la extenuación y nos descojonamos de todo, sabiendo que es lo único que nos queda. Quemarlo todo. Ese es el concepto de la felicidad.