Mi calle de Madrid no huele de forma natural. Huele a hamburguesa. Concretamente a hamburguesa descongelada y cocinada sobre una parrilla con restos de carne probablemente adulterada. Huele a fast-food. A 2 × 1. Open 24 h de jueves a sábado. Me pregunto por qué no abren todo el día otros establecimientos que verdaderamente necesitamos los mal llamados seres humanos. En el centro de la ciudad es más fácil encontrar un trozo de pizza a altas hora de la madrugada que una farmacia abierta. Así es la capital. Cierra la croissanterie de la esquina, esa que tantas veces nos ha dado bien rico de desayunar, a mí y toda la vecindad, y en su lugar abren una hamburguesería de diseño tipo Ikea que despacha comida rápida para los modernos que se acercan al barrio el fin de semana para perderse en los paraísos artificiales que proporcionan las licorerías con licencia en eterno trámite. Triunfan en la televisión los canales de cocina pero parece que en Malasaña nadie le da a la sartén. El puchero está prohibido de puertas adentro. La gente piensa más en perder el sentido, en lo etílico y festivo. Es lógico. Es lo que tiene trabajar. ¿O todo lo contrario? Y esto pasa en todos lados, ¿eh? ¡En todos lados!
Continúo analizando el hábitat que me rodea, porque desvariar no cuesta dinero y teorizar sobre lo absurdo de nuestro comportamiento es una gran fuente de entretenimiento. Recordemos que al caminar por las calles de mi zona de recreo y vagabundeo me embriaga el olor a chicha revenida a la brasa que fluye del nuevo restaurante para gourmets crápulas y otros establecimientos culinarios semejantes, en la misma línea destructiva si hablamos del estómago. Paso a paso, esquivando excrementos animales –hagan ustedes la lectura oportuna–, puedo comprobar que las tiendas de camisas, blusas, faldas y pantalones, sin olvidar los complementos, también invaden exponencialmente ese parque de atracciones llamado Madrid Centro. Tener la posibilidad de comprar ropa, barata o vintage, que luzca bien en Instagram, es importante para el ciudadano de a pie. Tan esencial como llenarse el buche de vuelta a casa a las mil para apaciguar el exceso de alcohol en la sangre. Con el estómago lleno la resaca se lleva mejor. ¿Seguro? Sin embargo, los establecimientos dedicados a la cultura no están abiertos veinticuatro horas como los lugares que despachan viandas calóricas a troche y moche. Ni por asomo. No hace falta. Tampoco reciben visitas a lo loco en rebajas y pagan los mismos impuestos, aunque esto igual me lo he inventado. En los conciertos, donde hay barra de bar, algo de pensamiento se consume, pero no es lo mismo matar neuronas que agitarlas. Cuando cae la noche las personas intentan escapar, sobre todo de sí mismas, y un alto porcentaje de criaturas que interiorizan su contemporaneidad piensan, tras las puertas de los templos del azar y las drogas legales no intelectuales, en lo que realmente importa, es decir, FOLLAR. Así, se dejan barba para FOLLAR, se tatúan el cuerpo para FOLLAR, se visten para FOLLAR, van al gimnasio para FOLLAR, dicen que escuchan cierta música para FOLLAR, pasean en bicicleta para FOLLAR, viven para…
Un tío hace cortos y una tía escribe sobre moda en un blog porque lo que ambos quieren es FOLLAR. Tú has montado un grupo de música y ellos van a los conciertos a figurar porque lo que queréis todos es FOLLAR. Uno es director de cine, el otro poeta, ella estilista, tú a saber qué y yo ni te cuento porque lo que queremos es FOLLAR. Así con todo. Todo el rato. Comemos mal, borrachos perdidos, de madrugada, cuando no toca follar. Los programas de cocina son el nuevo porno, sobre todo si enciendes la tele y pinchas el canal apropiado cuando los demás roncan. Escribo este texto, cerebralmente un escupitajo en la entrepierna, luego habrá quien lo odie y quien lo aplauda, porque lo que quiero es FOLLAR. Como tú. Me ha sentado raro el paseo. Son las hamburguesas. Las patatas fritas sobadas de bolsa no me valen como tapa. Sexo y gastronomía, el arte de la obviedad. Por favor, póngame algo con mucha salsa barbacoa.