Aprendí a tocar las maracas en clase de solfeo y desde el primer día me sentí unido a ellas. Aún sigo. Dadme un poco de metanfetamina y unas maracas y cambiaré el mundo.
En el último curso de la EGB era necesario manejar con algo de soltura algún instrumento para superar la asignatura de música. El profesor era un tipo extravagante y violento; escondía tras las gafas unos ojos de pequeñito mal nacido y su calva relucía; una calva brillante y sudorosa, do re mi fa sol, con dos poblados matojos de pelo rizado sobre cada oreja, un poco como las caricaturas que se hacía Francisco Ibáñez en los tebeos. Nos anunció que para pasar curso y ciclo y convertirnos en verdaderos bachilleres debíamos escoger un instrumento y practicar con él todo el año. La frase nos daba risa porque todos teníamos en mente el instrumento con el que más practicábamos, que para algo teníamos quince años, pero ni era moralmente idóneo ni requería partituras delante. Al menos aquel tipo de partituras.
Con AC/DC y los Ramones recién descubiertos, mi primera opción fue la lógica: tocar la guitarra, aunque fuera la flamenca. Así me expresé en casa, durante la comida, y, como siempre, se partieron el culo. Mi abuelo dijo que era un instrumento caro y que me comprara un flautín. Mi tío balbuceaba incoherencias sobre una zambomba y mi madre puso el grito en el cielo.
¡Una guitarra! ¡Como su padre! ¡Tu padre arruinó su vida con una guitarra bajo el brazo! ¡No lo permitiré!
Acudí a mi padre con la esperanza de que, recién separado, quisiera llevar la contraria a su ex, es decir, mi madre. No funcionó. Por primera vez me habló de padre a hijo y me dijo que una guitarra no era una buena idea. Que igual me daba muy fuerte y lo dejaba todo, como hizo él. Y que le mirara ahora: sin casa, sin familia, sin dinero y sin guitarra. Bueno, sin guitarra no. Me dijo que no tenía dinero para comprarme una guitarra pero que me daba la suya. Vieja, carcomida y sin cuerdas. Me fui a casa con su guitarra negra de Los Pumas, llena de mítica pero inútil para la asignatura. Aún la guardo. Agarrado a ella me creí una estrella del rock and roll frente al espejo de mi habitación.
Derrotado, acepté las míseras pesetas que mi abuelo me dio para comprar un flautín y me fui para la tienda de música más cercana. Y allí estaban las maracas. De un oscuro color naranja, relucientes en su estuche forrado de skay. Y encima eran más baratas que una flauta. Fue amor a primera vista. A mi madre le hizo mucha gracia y lo comentaba a sus amigas. Tengo un hijo que toca las maracas. A mi abuelo le pareció bien, fan como era de Antonio Machín.
El profesor de música arqueó las cejas pero acató mi inclinación por la rama de la percusión. Lo cierto es que el reparto instrumental de la clase no ofrecía demasiada variedad. La mitad de los alumnos, con guitarra, la otra mitad con flauta y yo con mis maracas. Pronto me di cuenta de lo acertado de mi decisión. A los de la guitarra se los llevaron a hacer ejercicios espirituales a la montaña, para aprender a tocar versiones cristianas de Simon & Garfunkel y ser objeto de tocamientos por parte de algún sacerdote. Los de la flauta eran una panda de freaks a los que pegaban en el patio. Y luego estaba yo con mis maracas. Lleno de ritmo y vibraciones.
Lo cierto es que me lo tomé con la debida seriedad y aprendí a hacer con ellas un fa sincopado, que no es cosa fácil. Pero lo importante no son los alardes técnicos fruto de la práctica y el empeño sino que, en la conga de la vida, el que toca las maracas va delante. Y ahí estoy yo.