El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Hoy: Esa es la Actitud

Sr. Ausente El corro de la patata— 21-11-2012

Lucas se pone a toda hostia mientras enfilamos la curva de 180 grados que converge con la carretera de Cornellá. Estoy seguro de que Lucas acelera y finta entre los coches y taxistas cuatroplazas porque sabe que detrás lo paso mal. Soy el bulto, y he desarrollado tanto mi instinto de supervivencia que se pone a flor de piel, visible como una áurea mística. La Yamaha trucada ruge como el Tigre de Esnapur. No me pregunten qué modelo era porque todo mi conocimiento sobre motos se desvaneció el día que durante una de las comidas familiares se me ocurrió pedir ayuda económica para comprarme una Vespa. Aún se están riendo. En sus tumbas.

Acudo a Lucas una vez por semana para que me lleve al Johnny’s, uno de los pubs de mi padre. El Johnny’s está en Las Planas de Sant Joan D’Espí, uno de esos pueblos tan pegados a Barcelona que uno sólo percibe que cambia de localidad cuando dejas atrás la Avenida Diagonal y la vista topa con la uniforme edificación del extrarradio que nos traía el progreso. Bloques para charnegos. Allí, en una plaza bautizada en honor al difunto John F. Kennedy, levantó mi padre su primer pub. De socio, aunque sólo en lo financiero, tenía a un señor de mofletes sonrosados con tierras y cerdos en la Lérida profunda. En las comidas familiares, esas comidas que nutren la mitad de estos Butanos, mi abuelo comenta que era carlista y del Opus, pero del sector alegre, ese que comulga los domingos y se va de putas en días laborables. Su mujer se llamaba Elisenda, que es un nombre que ya lo dice todo, y era una de esas catalanas de campo, morenas y firmes pero con escaso sex appeal porque no hay suavidad en ella, sólo campo seco y farigola, que es como aquí llamamos al tomillo. Mi abuelo dice que ojo, que cuidado con éstas, que parecen una cosa y luego en la cama son bestias pardas, animales cargados de lujuria. Y luego nos recuerda que en los prostíbulos este tipo de mujer catalana, y la puta catalana en general, está muy bien considerada por su oficio y entrega.

Un día mi madre me enviará a recoger no sé qué a casa de la Elisenda y ésta me abrirá en picardías y liguero. Yo estoy demasiado tierno para fijar detalles en mi recuerdo y por no haber, no hay ni deseo en las miradas, pero sí la intuición de que no es normal que una señora casada abra la puerta a desconocidos en estos paños. Lo comentaré en casa y para mi abuelo será la certificación de su teoría, que ya no será hipótesis sino hecho científico y comprobado: la catalana de pueblo lleva la carne en la sangre. Estaría esperando al del butano, claro, o al chico del colmado. Al Lucas, mi chófer motorizado, también le pasan estas cosas. Se ha comprado la Yamaha trabajando de repartidor en un supermercado y, según cuenta, las amas de casa le abren así la puerta a todo el que las visita en horas de reparto; y que estás ahí, gestionando cajas con coles y tomates y a la que te despistas, zas, la señora ya se ha desabrochado la bata y se ofrece de propina. Las amas de casa son la alegría de los mozos del proletariado.

Al Lucas te lo crees o no, todo a medias, porque en su relato se mezcla fantasmada y realidad. Lo que es cierto es cada vez que en el súper le enviaban a un domicilio, aspiraba a follarse todo lo que hubiera en su interior. En la pandilla pronto supimos que con él suelto no había novia segura y que debías andar con ojo, y que si rompías con alguna a los pocos días pasaría por sus brazos. Ahí, catando todo lo que se mueve, estaba el Lucas, que cuando una novieta le presentaba a su madre también la ponía en el punto de mira y le tiraba los tejos, porque según cómo follara una madre sabría si la hija era una inversión de futuro. A diferencia de mi abuelo, difícilmente certificaría su teoría, y no por las madres, que como amas de casa pasan la mañana con bata por fuera y desnudas por dentro, esperando la hora del reparto, sino por las hijas, que nunca le duraron demasiado porque ir de flor en flor es lo que tiene.

Nunca entendí los poderes sobrenaturales de Lucas para agenciarse a tanta fémina. Era delgado y fibroso, sí, vale, pero también tenía cuello, mandíbula y media cara marcadas por las cicatrices de un accidente infantil con agua hirviendo; también escondía sus ojos achinados tras unas gafas de vidrio grueso. En definitiva, para mí “El Lupas”, que así le llamábamos en pandilla, era un tío feo. Incluso diría que muy feo. Así que reservé sitio en mi cuaderno de fauna para anotar sus rituales de cortejo, el tesón depredador con que acechaba las manadas de hembras y su arrojo felino y veloz. Lo anotaba para aprender y comprender el misterio de su éxito. El otro misterio, el concretar qué veían en él las mujeres, no intenté comprenderlo nunca porque era consciente de no tener los conocimientos de matemática cuántica requeridos. Del Lucas aprendí que da igual que tengas la cara marcada por el fuego si tienes labia y constancia; sobre todo labia. Que el blablablá zalamero con simpatía y risas allana el camino. Que las mujeres halagadas tienen una forma muy rara de decir que te calles y que hay que aprovechar el momento. De esas virtudes el Lucas andaba sobrado, supongo que en parte por herencia genética, ya que su madre era argentina, casada con un emigrante asturiano que regresó a España para hacer de portero en una finca de la calle Aribau de Barcelona.

Del Lucas también aprendí la importancia de la actitud, que uno se ha de mostrar firme, resuelto y no mostrar debilidades. Sí, esa es la Actitud pero yo por entonces aún transmitía puntos flacos e inseguridades. Eso se huele. Pero estoy aprendiendo, ¿eh? El Lucas, en cambio, de eso va sobrado porque su aula fueron los futbolines de detrás del instituto público y porque es insaciable, y eso lo ha vuelto más listo que el hambre. Demasiado.

El Lucas me lleva en moto al Johnny’s. Nos sentamos en la barra y mi padre, otro que iba de flor en flor, nos invita a unos cubatas. El pub tiene el aroma húmedo del antro y el olor invisible del escay acolchado. Me pregunta por los estudios y le digo que bien, que muy bien, que seré un gran periodista. Lo que no le digo es que hace más de seis meses que he dejado de ir a clase y que paso el día leyendo tebeos, escuchando discos, bebiendo, fumando. En el Johnny’s, Lucas y yo jugamos a la máquina del millón, que es el pinball español, mientras mi padre nos habla de Tommy y luego rememora la gloria de Los Pumas y el esplendor de los tiempos en que fue el disc-jockey más cool del Bajo Llobregat, con su pantalones negros de tergal con la raya del planchado bien marcada, su camisa psicodélica, su barba recortada y su medallón de bronce. Sin perder su pose de rey del rock, mi padre pasa un trapo por la barra y se sirve un JB con hielo. Lo hace con actitud, con la Actitud, pero los años han agrietado el parapeto y supuran tristeza. Luego me saca una caja con sus últimas adquisiciones en Betamax, películas de estreno pirateadas en vídeo. Nadie se acuerda ya de aquel tráfico analógico porque no interesa, porque no había subsaharianos en España ni existía red de redes.

El momento clave de mi visita al Johnny’s, lo que justifica mi presencia semanal, es cuando reclamo a mi padre la paga. Hace ya tiempo que me he convertido en un experto recaudador. Reclamo la paga a mi abuelo, a mi abuela y a mi tío, a éste a poder ser cuando más borracho esté. Reclamo la paga a todo familiar que se cruce por delante menos a mi madre, que bastante tiene con sacarnos adelante como puede porque ha escogido ser libre y precaria. A lo largo de la semana reúno dinero suficiente para un par de elepés, algo de lectura, un talego de costo y una docena de cubalibres. No necesito más. En el caso de mi padre la paga toma forma de impuesto revolucionario. Ahí estoy yo, sin vergüenza ni reparo, removiendo su consciencia porque se desentendió de nosotros cuando mi madre le echó de casa y nunca, jamás, pagó lo estipulado por el juez. No recuerdo mucho de los once años que viví con él. Por su trabajo nocturno se pasaba la mañana durmiendo, así que no había que hacer ruido. Creo que fue entonces cuando aprendí a ser sigiloso. Recuerdo que no teníamos teléfono porque lo carga el diablo y sólo servía para estar localizable; y que mis padres me adiestraron para no abrir nunca la puerta y contestar que no había nadie en casa, sólo yo, aunque fuera mentira; también que un día vinieron unos señores y se llevaron los muebles y unos adornos de plata que el viejo Balañá, el de los cines, les regalo el día de la boda. Esto explica que los Cuentos del Tío Vázquez siempre me parecerá el tebeo más veraz de todos.

Mi padre afloja la pasta, a veces con más alegría y a veces con menos. Nunca le fueron bien las cosas. Un día mirará de reojo a Lucas y me dirá que a ver si voy a ser un Paganini. Los paganinis son seres blandos y débiles que compran compañía y amistad invitando a copas. A un paganini se le explota y exprime y ahí, en la duda, reconozco la desconfianza que genero en los adultos de mi familia que poseen la Actitud. A mi padre le decepcioné muy pronto, cuando vio que una tara ósea en la cadera me alejaría del deporte y la fortaleza física. Y siempre me vio muy verde con las mujeres. Cuando tenía quince años me concertó una cita con una chica tan pálida y bonita que parecía del Este, aunque era de San Ildefonso, y nos dejó unas horas su apartamento. Allí apenas rocé muslo mientras ella, que se llamaba Luna, me decía que tenía una vida muy difícil. Luego salimos a pasear y se despidió con un beso escaso entre los veleros del puerto de Sitges. Quedamos para la semana siguiente pero no apareció. Quizá fue por la lluvia, pero regresé a casa aún más adolescente. A mi padre, Luna debió de pasarle un informe aterrador.

De regreso, el Lucas acelera aún más la Yamaha. Sé que lo hace para que recuerde que él es el chico de la moto y de la calle, y que se la ha comprado con el dinero ganado en el súper y no mendigando a la familia. Años más tarde se irá a vivir a Palencia y durante un tiempo se ganará la vida traficando cocaína. Un tiempo breve porque Palencia es pequeña y allí todo se sabe. Le pillaron bien provisto al bajar del autocar. Cuando seis meses más tarde le soltaron de la preventiva, y en espera de juicio, Lucas pilló el primer barco para Chile. Me encontré a su madre por la calle y cuando pregunté me soltó un “Lucas siempre se creyó más listo que nadie”. Hoy no le van mal las cosas, regenta una óptica en Viña del Mar y va por su tercer divorcio. A veces me lo cruzo por el Facebook y se ríe de la crisis, de nuestra crisis, y luego acelera.

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