Mi tío me hizo memorizar nombres y cargos de los ministros del tardofranquismo. Me decía, no sé, Secretario General del Movimiento y yo respondía veloz Torcuato Fernández Miranda. Entonces metía la mano en la cartera y me daba cinco duros. Ministro de Asuntos Exteriores. Laureano López Rodó. Otra moneda. Industria. Gregorio López Bravo. ¿Qué tebeo quieres? El Mortadelo Especial. Mi tío no me adoctrina ni es afín a la dictadura sino que practica un humor muy particular que espero haber heredado gracias a sus técnicas conductistas. Le encantan los nombres del régimen, especialmente los tecnócratas del desarrollismo. Escucharlos de carrerilla en boca de un niño de ocho años, como si fueran los Reyes Visigodos, los convierte en caricaturas, en personajes de dibujos animados que habitan un lugar llamado Celtiberia. Hoy los recito de memoria y me doy cuenta de que nos siguen gobernando nombres de similar métrica y poesía. Si naces Nemesio López de la Rueda serás un afortunado alto cargo del cuerpo de abogados del Estado.
Mi tío era alcohólico, aunque para un niño esa condición se desdibuja y puede convertirlo en alguien divertido y pintoresco, así que para mí era el Tío Juanito o el Tío Pipa porque ese utensilio para fumar formaba parte de su silueta. Cuando murió hice que lo incinerasen con su pipa en la mano. Pasaba el día echando humo, vaciando las cenizas en cualquier sitio y esparciendo picadura selecta. También lucía lamparones porque era incapaz de comer un huevo frito sin entregarse una medalla de grasa. Los domingos por la mañana, antes de la comida familiar, me lleva con él a hacer el vermut. Antes paramos en el quiosco y se carga de prensa y revistas. Siempre me compra un par de tebeos. Un Corsario de Hierro o algún semanario de Bruguera. A veces le pido superhéroes de Vértice pero me dice que no, que esos no le gustan. Luego vamos al Bodegón o La Gran Bodega. Toma una caña tras otra y para mí pide siempre una coca-cola y una ración de ancas de rana. Paso la mañana sentado a su lado, en la barra, leyendo un tebeo. De vez en cuando me interrumpe. Ministro de Turismo. Pío Cabanillas. Puedo decir que tuve una infancia feliz.
De regreso a casa ya da algún tumbo que otro y luego, durante la comida, todos brindamos con cava. Mi abuelo relata batallas, trofeos y traseros mientras mi tío hace bromas sobre un tal Magín Pon Mestres, que tiene voz engolada y luce un grueso medallón del mérito a algo. Hoy veo que fue un reputado auditor así que es posible que el Tío Pipa fuera discípulo suyo. El Tío Pipa estudió ingeniería de puentes y caminos aunque afortunadamente nadie ha tenido que cruzar un puente suyo. Luego pasó varios años preparando unas oposiciones a interventor del estado y acabó el primero de la lista a base de centraminas y licores. El Tío Pipa es muy inteligente, pero es una inteligencia nada emocional, el tipo de inteligencia que te lleva a sacrificar la juventud memorizando tratados de derecho administrativo y contabilidad pública. Aislados del mundo y sometidos a un régimen de estudio espartano, los opositores extremos (jueces, interventores, abogados del estado) son personas extrañas incapacitadas para el trato humano. Tecnócratas de traje gris que por su propia condición mantienen una secreta doble vida de perversión, vicio y adicción porque es lo único que los hace humanos. Mi tío pasaba la jornada laboral auditando cuentas públicas y al salir, de regreso a casa, hacía parada y fonda en todos los bares, tascas y bodegas que encontraba en el camino. Otros se dan a la sodomía, el sadomasoquismo o la automutilación. Ministro de Obras Públicas. Gonzalo Fernández de la Mora.
Mi tío me muestra orgulloso cómo se inyecta la insulina. Su adicción le ha provocado una diabetes y el médico le aconseja huir de los alcoholes altos en azúcar, así que de inmediato se pasa al anisete, el cointreau y todo tipo de licores dulces. Es una huida hacia ninguna parte, la búsqueda de un pedo final, flatulento e implosivo, que se demora lo suficiente para seguir escapando. No es la única forma de evasión a la que acude mi tío. La otra es la lectura compulsiva, en especial de ciencia-ficción. En casa se apilan desordenados miles de libros y yo puedo pasar horas recorriendo sus lomos. Nueva Dimensión. Nebulae. Acervo. SuperFicción. Me dirá que lea a Simak, Sheckley o Bester y en especial a Philip K. Dick, del que siempre apostilla que escribía bajo los efectos de la droga y el LSD. Mi tío da mucho valor a ese detalle, quizá porque leer a Dick sumergido en brumas etílicas debe ser toda una experiencia. Un día alargará la mano y me entregará un ejemplar de Rascacielos de Ballard. Me dirá que es el mejor libro que se ha escrito nunca y que en sus páginas está toda la verdad sobre las relaciones humanas. Desde entonces, cada vez que me cruzo con algún vecino por las escaleras o en el ascensor, pienso en mi tío, en Ballard y en que el destino de toda comunidad es acabar a hostias.
Cuando mi tío me lleva al cine me hace entrar en la sala cuando la película ya va por la mitad. Me dice que es mejor así porque durante la proyección no sólo te preguntas qué pasará sino también qué ha pasado. Hay que ir reconstruyendo mentalmente la primera mitad de una película porque luego, cuando ves esa parte, te das cuenta de que lo que has imaginado siempre es mejor. Así que cuando acaba la película nos quedamos en la sala esperando a que empiece de nuevo y poder comprobar que su teoría es cierta. Esta forma de ver cine es hoy imposible porque ya no hay sesión continua, seguramente porque la industria del entretenimiento no quiere que sepamos que las películas a medias siempre son mejores.
Mi tío me enseñó a decir otorrinolaringólogo al revés y hoy es lo mejor que sé hacer en la vida.