Estas navidades he invertido nueve horas en montar cosas de Playmobil. He hecho los cálculos. La base de los E-Rangers del espacio, que tiene un ventilador que funciona con energía solar; la base secreta de los espías, que lleva un sensor que da la alarma cuando percibe movimiento (y en casa hay mucho, de movimiento); y el cuartel de la policía, que por naturaleza es más tradicional y no incluye pijadas ni sensores pero sí cuatro porras para que mi hijo aprenda a reprimir protestas de juguetes indignados, que los hay. Yo no sé quién me montaba a mí estas cosas la Noche de Reyes, porque a mi familia no la concibo muy capaz, borracha como estaría. Seguramente, en aquella época se venderían ya construidos y no a piezas y en bolsitas, que es lo que te encuentras cuando abres la caja. Hoy se empieza de niño con Playmobil y se acaba en el Ikea, eso es lo que nos ha traído Europa y el progreso: un puzle y un dolor de cabeza.
A mí con los clics de Playmobil me dio fuerte. Jugué con ellos hasta los doce años. Desplegaba mi arsenal en el suelo de la habitación y la batalla debía de ser espectacular porque mi hermano, en vez de unirse, se sentaba en la cama a mirar el desarrollo de los acontecimientos. El ejército era multiétnico porque allí se reunían clics, airgamboys, geipermanes, madelmanes y los soldaditos de toda la vida. Los guardábamos todos en un cubo de jabón Dixan de los de antes, cilíndricos y de cartón. Volcarlo para que escupiera todo su contenido era un momento de éxtasis similar al del Tío Gilito cuando se zambulle en su piscina de dólares y monedas.
Construí mis propios líderes personalizados. Mi favorito era un soldado de la Unión, un yanqui del Séptimo de Caballería al que pinté unas botas negras y coloqué un casco de motorista, tuneando así mi propia versión de Mad Max, mi guerrero de la autopista aunque yo le bautizara Carquiñoli, que es una galleta catalana de almendra que el tiempo vuelve dura como la piedra. Le acompañaba un click rojo con cartucheras y poncho mexicano al que llamé Chihuahua. Un tipo callado, muy hábil con el Winchester. Ambos encabezaban mi particular grupo salvaje, donde también había sitio para un rubio que primero fue paleta y luego especialista en sigilo y armas blancas. Mi complicidad con ellos era tal que decidí conservarlos. Durante mucho tiempo decoraron alguna estantería.
El momento de inflexión llegó cuando la industria del juguete amplió la gama de productos con réplicas femeninas. La modernidad tiene estas cosas, pero su irrupción rompió la viril paz de mi ejército. No llegué al extremo de mi abuelo, que se dio de baja del Club Natación Barcelona cuando permitieron el acceso de mujeres, pero sí sembró la semilla del desconcierto y, sobre todo, de la carne. No sé cómo llegó a casa la madelman india, pero ahí estaba la piel roja. Al principio malvivió despreciada, en un rincón, al margen de toda aventura. Luego empezaron los secuestros. Los malos se la llevaban a su guarida y había que montar una operación de rescate. Sin darme cuenta, todo empezó a girar a su alrededor. Frágil y sumisa, guardaba silencio ante las tropelías en aumento como la heroína de folletín que era. No fui consciente de que sus desventuras y penalidades me excitaban. Empezó a ser víctima de agresiones sexuales. Primero la violó un madelman de la policía montada del Canadá pero la cosa prosiguió contra natura. A cuatro patas, los clics la rodeaban en lo que ahora concibo como una gang bang liliputiense emergida del subconsciente. Y el geiperman probablemente le destrozara la vagina. Como tantos otros, decadencia y perversión derrumbaron mi imperio. El bote de Dixan dejó de derramar su contenido, convertido en agujero negro del olvido. Carquiñoli y Chihuahua quedaron a salvo en el exterior, quizá porque siempre los mantuve al margen de aquella orgía de depravación. De la maldelman sioux nunca más se supo. Engrosó las filas de muñecas rotas del porno.
Mi hijo vive hoy entregado a su imperio secreto. El suyo tiene sensores de movimiento, células fotoeléctricas y argumentos de videojuego. El mío se alimentaba de tebeos baratos y subproductos de cine de barrio. El otro día me presentó a Relámpago, un aventurero tuneado con dos pistolones, así que le hablé de Carquiñoli y Chihuahua. Cuando supo que podían haber sobrevivido al tiempo y las mudanzas me pidió que los buscara, y así lo hice, pero sólo encontré al primero. Chihuahua había desaparecido, marcado por la maldición de ser el amigo del bueno, su condición y condena. A mi hijo le expliqué que en su última gran aventura Chihuahua se sacrificó, se enfrentó a un ejército de muertos vivientes para cubrir la retirada de sus compañeros. Una muerte heroica. Luego le hice entrega de Carquiñoli y cuando ahora le veo al mando del comando de mercenarios que invade la casa los fines de semana sé que es mi legado. No será el único, también le lego toneladas de papel viejo infectadas de huevos de lepisma. Mi otro imperio.
Debería odiar a los lepismas, los pececillos de plata, ese insecto alargado y con antenas que se alimenta del papel y la cola de encuadernar. Debería odiarlos porque somos rivales en la cadena alimenticia. Su alimento es el mío, aunque ellos sólo mastican y yo acaparo insaciable. Debería odiar a los pececillos de plata pero he aprendido a convivir con ellos. Cuando retiro un libro de la estantería y algunos huyen alarmados porque he roto la calma de su vida de bibliotecarios diminutos, les dejo ascender hasta la palma de mi mano y luego los deposito de nuevo entre los libros; y si alguna vez mato alguno no es por venganza sino por el instinto natural de aplastar al insecto.
Mi imperio secreto de pececillos de plata ha sido recolectado durante décadas de mil procedencias distintas. Del Mercado de San Antonio o de un puesto en el Ninot al que iba los sábados a intercambiar tebeos; de aquella papelería de Sitges donde en un rincón polvoriento se acumulaban tebeos de Novaro de los 70; de las librerías de viejo del Ensanche a las que me llevaba mi tío borrachín algunas tardes y, claro, de las estanterías pobladas de ciencia-ficción que me llevé tras su muerte. Mi familia se peleó por posesiones y dineros, yo sólo quise sus ácaros, insectos y libros viejos.
Anda estos días la gente de Barcelona rasgándose las vestiduras porque cierra Catalonia, una librería simbólica de la ciudad. A mí me importa un pimiento. Estoy seguro de que muchos de los que lloran nunca compraron allí un puto libro. Yo nunca lo hice. Siempre que me paré ante el escaparate me invadió sopor y desinterés; pero sobre todo intuía que en sus estanterías blancas, pulcras y asépticas no habitaban lepismas que llevarme a casa. En la calle Banys Nous, en cambio, hay una librería de libro usado que deja en la puerta un pequeño tenderete para placer de transeúntes ociosos o viciosos. Apenas una treintena de libros para ir deslizando con los dedos y ver el siguiente título o portada. Casi siempre me paro, más por vicio que por ocio, pero el rito estos días resulta excitante porque se nutre de auténticos tesoros.
Cuando me topé con La naturaleza de la catástrofe de Michael Moorcock me salió el instinto felino y lo atrapé veloz. Al pasar al interior para certificar con dos euros mi victoria, el tendero me dijo que había adquirido una gran colección privada de ciencia-ficción y que durante todo el mes iría sacando libros. Le pedí que me dejara pasar a la trastienda y ver la colección entera pero se negó. Hay que ir pasando, cada día, a cada instante, para llevarse a casa ese Heinlein o aquel Sheckley. Desconozco qué le motiva a hacerlo así y no dudo que incrementar su ganancia forma parte del plan, pero aún así hay algo romántico en el gesto. Y ahí me tienen, variando rutas a diario para ver qué hay de nuevo, escondiéndome luego tras la esquina, esperando a que reponga el hueco que he dejado y poder volver sobre mis pasos para acariciar lomos e impregnarme los dedos de huevos de lepisma.