“De mayor quiero ser escritor de novelas de quiosco o yonqui” fue una afirmación a la que acudí con frecuencia en algún momento de mi juventud, ya pasada la veintena. Lo segundo era por cachondeo, el siguiente paso a querer ser astronauta. Durante un tiempo nos dio por hacer chistes sobre yonquis sin saber que algunos acabarían practicando el equilibrismo sin red. Lo de dedicarse a facturar bolsilibros también es otro tipo de esclavitud, aunque siempre será mejor vivir atado a una máquina de escribir que a una jeringuilla. Por eso lo afirmaba también como quien dice que será astronauta, con la certeza de que te falta lo que hay que tener, que diría Tom Wolfe.
Desde muy pequeño siempre que me preguntaban qué quería ser de mayor respondía que escritor, señal inequívoca de que fui un niño raro y gilipollas. Dejé de decirlo cuando crecí y me hice de los malos, porque sabía que era revelar un punto débil, y dejé de soñarlo cuando me hice funcionario, que parece un chollo pero extermina toda ilusión.
Cuando era un niño raro y gilipollas y decía en casa que de mayor quería ser escritor a mi tío se la atragantaba el coñac y lo expulsaba por la nariz. Mi abuelo movía la cabeza apesadumbrado y luego exclamaba que lo que sería es un muerto de hambre. Mi madre callaba pero luego les decía a las amigas que tenía un hijo que quería ser poeta, con la consiguiente chanza femenina porque las mujeres pisan el suelo y son crueles con el imbécil ajeno. A mí se me revolvían las entrañas porque era consciente de que a un niño poeta sí que había que matarlo a hostias y porque yo no quería hacer ripios de mierda sino contar historias.
Aún no había hecho la primera comunión cuando, no sé muy bien cómo, fui a parar a un concurso organizado por Nocilla. La idea era escribir un cuento centrado en la popular crema de leche, cacao y avellanas. Durante décadas presumí de haberlo ganado pese a ser el más pequeño de los finalistas. Puesto en contexto, hoy sé que aquel relato me define por completo. Siempre he copiado, así que no era más que una adaptación de Hansel y Gretel. Las variaciones principales se centraban en el alimento infantil. La bruja cebaba a los niños con Nocilla pero éstos acababan partiéndole la crisma con el tarro de cristal. Sólo tenía ocho años pero ya era consciente de mi jugada: alabar al producto y lanzar dos claros mensajes comerciales para las madres del baby boom: la Nocilla ceba y al agotarse su tarro se convertirá en un resistente vaso de cristal. Un niño poeta y gilipollas habría sido incapaz de jugar la baza del mundo moderno, pero yo era un cuentista.
La victoria también tuvo su parte oscura. Además del lote de productos Nocilla, el principal trofeo fue un estupendo reloj suizo de correa de cuero azulado. No pude presumir mucho porque mi padre consideró que era demasiado bueno para estar en manos de un niño y se lo quedó para él. Nunca regresó a mis manos.
Como cuentista me forjé en el patio de colegio desde muy pequeño. En vez de perseguir balones, un pequeño grupo nos reuníamos en una esquina y jugábamos a películas, que no era otra que explicarnos las que más nos gustaban. Era un poco como un teatrillo. Unos se sentaban y otro, de pie, representaba la historia. Yo tenía tendencia a relatar El planeta de los simios y sus secuelas mientras Jaime parecía obsesionado con las venganzas y retornos del Doctor Phibes.
Jaime me regaló la cicatriz de mi barbilla. En un recreo, un grupo de chavales de clase me pilló desprevenido. Me ataron las manos a la espalda y me hicieron correr. Al llegar a unas escaleras, Jaime me empujo. El hostión fue considerable. Al no poder frenar con las manos lo hice con la barbilla. Intensa hemorragia, diecisiete puntos y la pérdida del hoyuelo familiar. Al regresar del hospital la maestra me hizo subir a la tarima de clase y señalar al culpable. Mentí. No lo hice por miedo ni porque fuera mi amigo sino a sabiendas, dispuesto a sacar beneficio de mi desgracia. Mi dedo índice señaló a un inocente cuyo pecado era ser quien peor me caía. El pobre infeliz no volvió a dirigirme la palabra en el resto de nuestra larga y compartida vida escolar. Aquel día decidí que la poesía era para gilipollas y que si quería ser escritor debía dar rienda a mi parte más oscura. Por eso escribo en El Butano.