El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Hoy: Los payasos etruscos

Sr. Ausente El corro de la patata— 18-12-2012

Fui mordido por un mono y picado por un escorpión. Ambos sucesos son los que debo subrayar con más insistencia de mi biografía, aunque durante mucho tiempo no tuvieron más condición que la de anécdotas de infancia, cosas de esas que les pasan a los niños y que los adultos relatan con chanza para olvidar que lo importante les sucedió entonces y no ahora, que es cuando me miro el dedo que fue presa de los dientes del primate y la palma de la mano donde el arácnido clavó su aguijón. Extiendo ante mí un dedo y una mano y los exploro en busca del rastro del pasado con la certeza de que son esos dos momentos los que me explican del todo y no la herencia genética ni la educación recibida. También recuerdo el día que, muy pequeño, mi madre me llevó a un cine donde proyectaban El dios de la muerte asesina otra vez.

Desde la ventana de casa puedo ver estos días un solar donde antes había un edificio del que sólo quedan las dos fachadas que hacen esquina. Aguantan firmes y espero que bien sujetas por una espectacular estructura de vigas. La imagen, según la perspectiva, es hipnótica por lineal y cartesiana, y por no guardar nada en su interior. Los turistas que recorren el barrio flipan bastante con el tema, aunque no creo que sea por lo simbólico de poner fachada al vacío, sino porque allí de donde vienen lo derrumban todo porque no tienen pasado. Aquí hay que conservar la cuadrícula del viejo Barrio Gótico barcelonés, aunque de gótico hace siglos que no queda casi nada. En el solar están construyendo con calma un hotel que dicen será de lujo y absorberá aún más turistas sin pasado, pero lo que me inquieta no es el futuro ni esas vikingas borrachas que podré contemplar con privilegio mientras toman el sol en la terraza. Lo que me inquieta es el presente porque del subsuelo han brotado ruinas y restos del Imperio romano.

El mono me mordió en Río León Safari cuando yo tenía cinco años. Mi abuela materna estaba próxima a morir tras una larga enfermedad, y sabiendo de mis intensos vínculos con ella decidieron que yo pasara una temporada con la otra rama de la familia, con mi tía Felisa en el pueblo del Baix Camp tarragonés que conoció la furia sioux de mi otra abuela. De aquella estancia recuerdo el sabor de la cansalada a la brasa; la página de una enciclopedia que reproducía con hiperrealismo biológico la anatomía de una mosca tse-tsé; un par de polvorientos ejemplares del TBO que compré en un comercio de viejas y que fueron mi único sustento intelectual; que casi nos ahogamos un día que me llevaron a bañarme con mis primas a la playa de Salou; y que me mordió un mono.

El Río León Safari era entonces novedad y símbolo de progreso, un parque zoológico donde los animales vivían libres y un trazado turístico que a ratos debía recorrerse en un coche del que no debías salir nunca porque había fieras y leones que se subían al capó y se merendaban a los inconscientes que sacaban un brazo por la ventana o bajaban a orinar tras los matojos, como bien atestiguan tantos documentales mondo italianos. Cerca de recepción había una leve colina en donde los niños se agolpaban delante de una jaula llena de titís, esos primates inquietos y chillones porque se saben ignorados del planeta de los simios. Y allí me planté yo a mirar a los monos y deslicé mi dedo índice entre los barrotes de la jaula. Uno de ellos lo agarró con sus manos y me miró. Nos miramos. Luego abrió la boca y ñaca. Los responsables del recinto solventaron el tema con desinfectante, una tirita y unas palmadas en la espalda de mi tía Felisa. “Venga, ahora váyanse a casa para que se les pase el susto.” Sobre todo remarcaban que nos fuéramos ya, rápido, supongo que para evitar la idea de una queja o denuncia formal. Días más tarde le expliqué la anécdota a mi madre, que no sabía nada, y me llevó corriendo al Hospital Clínico no fuera a ser que tuviéramos un disgusto. Nos atendió un médico joven muy feliz por ampliar currículo con la víctima de un primate, que es algo que no se ve todos los días. Dijo que ya era tarde para vacunas pero que parecía que todo andaba bien. Hoy sé que no es así porque un día identifiqué al animal que me mordió como un mono-rata de Sumatra.

En los restos romanos que han aparecido frente a casa, en el solar de paredes vacías, trabaja un grupo de arqueólogos que con cariño desentierran piedras, pasan el cepillo y catalogan. Yo los miro desde la ventana sabiendo que les aguarda una muerte violenta y cercana. Ya escribí sobre fantasmas del subsuelo y ciudades que crecen una encima de la otra, pero ahora recuerdo que desenterrar ruinas romanas es llamar al dios etrusco de la muerte y me veo de nuevo buscando a tientas el brazo de mi madre, encogido en la butaca de un vacío cine de pueblo donde proyectaban El dios de la muerte asesina otra vez, un giallo italiano un poco loco y secuela raruna de El asesino del cementerio etrusco. Viendo esa película tomé noción primera de la cámara subjetiva. Con sus ojos, veía a la mano enguantada del giallo tomar un cuchillo ritual etrusco y recorrer los túneles de un yacimiento hasta toparse con una arqueóloga a la que liquidar a cuchilladas. Así fue como descubrí que mirar, usurpando o no miradas ajenas, no es un acto neutro sino más bien antesala de violencia y crimen. Corre por ahí, por donde corretean libres las películas como si fueran mamíferos de un Safari Park, un montaje de El dios de la muerte asesina otra vez que arrejunta todos los fragmentos y escenas que variaban de una versión a otra según el país donde se estrenara. Verla es una experiencia inaudita porque ese monstruo construido a base de retales de una serie B italiana de asesinatos es lo más cercano a la reconstrucción de nuestra memoria. Sé de lo que hablo. Esos planos subjetivos, esos personajes que cambian de voz, esas escenas que se repiten desde ángulos diferentes, esas explicaciones que se escamotean según el lugar y esas bragas que van y vienen son igual que mis recuerdos.

El escorpión me picó en la plaza que llamábamos Los Pinos y que estaba frente al apartamento que mi padre alquilaba en Sitges todos los veranos. Mi padre nos llevaba allí en coche al principio del verano, descargaba los trastos, le daba algo de dinero (poco) a mi madre y se iba. No volvíamos a verle hasta que venía a recogernos al final de las vacaciones. En Los Pinos, alrededor de un banco de piedra que no era etrusco pero casi, se reunía la pandilla. Luego salíamos de excursión, cruzábamos la vía del tren, escupíamos a los coches de la autopista desde el puente y nos internábamos por la agreste sequedad del Garraf. Fue allí, levantando piedras porque sí, que los gemelos encontraron el escorpión. Luego, con la bestia atrapada en una caja de cartón, regresamos rápido a la seguridad de Los Pinos y depositamos al animal en el centro del banco de piedra. Desmenuzamos papeles con los que construir un círculo a su alrededor al que prender fuego con cerillas. Es lo que hacen todos los niños cuando dan con un escorpión, inducirle al suicidio para constatar que lo que cuenta la ciencia es cierto. El bicho no corrió inquieto de un lado para otro sino que se quedó inmóvil, enroscando la cola. Como espectáculo de la naturaleza carecía de emoción y poco a poco fuimos perdiendo interés mientras se agotaban las llamas. De hecho, nos olvidamos tan rápido y nos pusimos a otras cosas, que distraído apoyé la mano en el banco y zas, noté el escozor. Levanté el brazo y vi con pavor que de la palma de mi mano, clavado por el aguijón, colgaba el escorpión. Agité mi extremidad hasta que el bicho se desprendió y luego grité, gritamos, porque sabíamos que su veneno era mortal. Luego me fui corriendo a casa para anunciar a mi madre la tragedia: me quedan, a lo sumo, veinticuatro horas de vida. Han pasado casi cuarenta años desde el incidente y por no haber, no hubo ni hinchazón.

A media proyección de El dios de la muerte asesina otra vez, mi madre se levanta y me dice que tenemos que ir a los lavabos que hay al fondo de la sala. En realidad esa tarde no hemos entrado al cine para ver una película italiana de asesinatos sino que todo forma parte de un plan. Al otro lado de la pantalla hay un escenario al aire libre y allí están actuando Los payasos de la tele. Gaby, Fofo, Miliki y Fofito. Mi madre sabe (o le han contado) que los lavabos del cine conectan con los del otro espectáculo. Así que para allí vamos. La mujer que cuida de los servicios se interpone en nuestro camino y nos dice que no puede ser. Mi madre entonces le cuenta que casi no tenemos dinero, que no nos podemos pagar la entrada y que me hace mucha ilusión ver a mis ídolos de infancia. Siento vergüenza porque miente. A mí los payasos de la tele no me gustan tanto y lo que mueve a mi madre es el acto de colarse en sí, más allá de quién esté en el escenario. Al final la señora se apiada de nosotros, nos dice que nunca más y nos deja pasar para incorporarnos a la multitud de niños y madres que corean La gallina Turuleta y que responden en éxtasis “¡Bien!” a aquella célebre pregunta que repiten los payasos una y otra vez.

Lo cierto es que no quedaba mucho de actuación y al finalizar, no sé muy bien por qué, me sumo a una pequeña horda de chiquillos que entre gritos asedia primero y conquista después los camerinos de los artistas. Tuvimos a los famosos payasos a un palmo y durante semanas mi madre explicará a las amigas que se trataba de unos señores muy antipáticos y, sobre todo, muy feos. Ante la invasión, Gaby, Fofo y Miliki se miraron entre ellos y luego miraron a Fofito. “Es cosa tuya”, le dijeron, y luego desaparecieron por una puerta trasera. Así que nos quedamos ahí las madres, los hijos y un Fofito con la mitad del maquillaje y una mueca de asco. De pronto, por alguna razón, clavó su vista en mí. Quizá intuyó de alguna manera que por mi sangre corría el veneno de un escorpión del Garraf y el poder de un mono-rata de Sumatra. Yo le repliqué con mi recién aprendida mirada subjetiva del Dios de la Muerte etrusco y luego le saqué la lengua con burla, por feo y por payaso.

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