Pedro Gullanufre había nacido sin recambio para dos de sus dientes de leche. Perdió una muela a los dieciséis años y otra más a los veintiuno. Demoraba lo de sus arreglos odontológicos, así que su falta de piezas condicionaba su dicción. El habla de Gullanufre sonaba a la de los borrachos, por lo que sus palabras nunca tenían crédito. Ya que nadie le iba a hacer caso, se iba a los bares a estar solito. Pedía una gaseosa con hielo y una rodaja de limón (todos entendían que aquello era un gin tonic) y se encerraba en la lectura del periódico, sentado ante la barra. Con tanta vitrina expositora, el espacio para apoyar la prensa era exiguo, así que cruzaba la pierna derecha sobre la izquierda para construirse un atril, con la punta del pie haciendo tope contra la vertical del mostrador.
Después de tragarse El País, el ABC, El Mundo y El Norte de Castilla, la pierna derecha se le había dormido. Salía del bar cojeando y soltando su despedida desmodulada. Todos pensaban “este es un yonki como una catedral“.