Fue Puig quien me dio el consejo: “Si antes del asunto te tomas una copa de Cointreau, el polvo pasa a ser un buen polvo“. Así que le hice caso y antes de subir a verla me pedí una copita en el bar de la esquina. Funcionó de maravilla. Y a partir de entonces siempre que iba de visita me paraba a tomar un Cointreau.
Lo explica mi abuelo durante la comida. Comidas pantagruélicas que él y mis tíos llaman un bon tiberi y que conforman mi educación tanto o más que los tebeos de Bruguera, la televisión de Lazarov o los cuadernos de caligrafía de José María Toral.
Luego mi abuelo apunta que una felación, si te la hacen bien hecha, pero bien de verdad, con sabiduría y arte, es una putada porque ya no puedes continuar. El “asunto”, en su faceta más canónica, finaliza y ya no hay Cointreau que lo levante.
Yo debo de tener, no sé, once años o así, y mi hermano cinco menos; pero que estemos delante no es algo a tener en cuenta para hablar de estos temas. Si no sabemos de qué hablan los adultos, no pasa nada, y si ya nos enteramos, pues mejor, que vayamos aprendiendo los placeres de la vida de la mano del avi Joan, que además de tacaño (para lo que le interesa) es el jefe de la manada y se pasa todas las hembras por la piedra.
Cuando mi abuelo va en coche saluda con porte y firmeza si se cruza con la guardia civil. Si le devuelven el saludo, rompe en carcajadas cuando se alejan por el retrovisor; también se burla de las señoras mayores (a las que llama Señora María), alaba las virtudes de los panderos femeninos que circulan por las aceras y, pese a ser ateo, se santigua cuando pasa una embarazada porque “les prenyades porten mala sort“ (las preñadas traen mala suerte).
Sobre eso de que era muy tacaño pero sólo para lo que le interesaba, mi madre me recuerda que en una ocasión el avi subió a casa, abrió la nevera, vio que había yogures y le pegó una bronca por gastarse el dinero en tonterías. Mi madre siempre contrasta esa historia con una serie de sábados, que recuerdo bien, en los que a mi abuelo le dio por llevarnos a una pastelería a comprar repostería de nata y chocolate. Llegaba el sábado por la tarde y venga, a comprar el pastelito. La rutina acabó de manera abrupta. Mi madre desvela el misterio: el abuelo se estaba trajinando a la pastelera; y cuando se acabó lo que se daba me quedé sin nata en bizcocho enrollada.
En las comidas marca normas estrictas: la tele apagada, no se responde al teléfono y nadie se levanta de la mesa hasta que él se levanta. Por otro lado, las botellas de Rondel se ventilan a pares. Se bebe Rondel, un espumoso atolondrado, porque es barato y mi abuelo sabe de buena tinta que en realidad es Codorniu con otra etiqueta. Así lo afirma y así son mis comidas del domingo durante mucho tiempo. Chistes escatológicos, comentarios anticlericales, que si la novia de uno de mis tíos traga o no traga y la otra no lleva bragas, y potorros, muchos potorros. Que no falten los potorros.
El potorro. Recuerdo la primera vez que escuché tan bella palabra durante la comida. Yo debía de rondar los cinco o seis años y el potorro era algo que una señora untaba con mermelada. Y aquí debo hacer un alto en el camino para ponerles en situación. Aquel potorro relleno de melocotón confitado era el de mi vecina Mari Ángeles. Vivía en el Segundo Tercera y para mí era “la Angi”. En pleno baby boom desarrollista, su matrimonio se fundamentaba en una obsesión: la procreación en cadena; y como la descendencia no llegaba siempre se ofrecía para cuidarme. Mi memoria más lejana suministra fogonazos de la dulzura de aquella vecina. Supongo que en algún momento confió la intimidad sexual a mi madre y de ahí saltó a la mesa del tiberi dominical. La Angi se untaba el potorro de mermelada y su marido se abría paso a lengüetazos.
Con los años entendí la anécdota y cada vez que me cruzaba en el ascensor con el marido de la Angi, un tipo escuálido y gris, arquetipo del calzonazos español, le imaginaba hundido en la inmensidad de la compota vaginal; los años, claro, también habían pasado para la alegre pareja, que además vio recompensado su lustro de kamasutra gastronómico con la ansiada descendencia. Y se acabó la fiesta.
La Angi dejó de serlo y se convirtió en la Mari Ángeles, una mujer gruesa y adiposa que dominaba con mano de hierro a su familia. Fue empezar a parir y cerrar su hogar a cal y canto, implantando una dictadura aislada del exterior, autárquica si me pongo geopolítico. No recuerdo jugar con Carlitos, su primogénito, como sí hacía con el resto de la chiquillada vecina. Pobre chaval, el Carlitos, creo que acabó internado en un centro psiquiátrico.
Fue la Mari Ángeles, ahora que lo pienso, quien informó a mi madre, recién llegada de una larga convalecencia en hospital, de que mi padre se traía señoras a casa con frecuencia. Mi padre acabó de patitas en la calle y el marido de Mari Ángeles (que de tan escueto porte no recuerdo ya ni el nombre) recibió una orden tajante: a la del Segundo Segunda ni le dirijas la palabra. Menudo peligro, una mujer descasada en la puerta de enfrente. Así que cuando aquel infeliz llegaba a casa tras la jornada laboral, si mi madre estaba cogiendo el ascensor, él subía las escaleras cabizbajo.
En el Segundo Tercera ocurrían cosas, y no eran agradables. Era algo que incluso se percibía si pasabas cerca de la puerta. De allí emanaban ondas de mal rollo claustrofóbico y tiránico que se extendían por toda la finca. Y algunas noches se generaban torbellinos primigenios. Todos los vecinos podemos dar fe de ello.
Desde la galería, colindante a la mía, podía escuchar los insultos. A gritos, aquella mujer tildaba de inútiles a todos los miembros de su familia, imprimiendo una especial crueldad hacia un marido que pedía clemencia entre sollozos. Las broncas, más adelante, se convirtieron en hostias, porque aquella mujer tremenda vapuleaba a su esposo a tortazo limpio desde que descubrió que el pobre hombre ahogaba penas visitando a una prostituta brasileña. Así me lo explicó mi madre, aunque es obvio que la humillación del macho había empezado mucho antes, abriendo tarros de conserva.