El Bar Fantástico sigue en pie, pero hace tiempo que dejó de ser el mítico local punk de la salvaje Barcelona preolímpica. Antes lo regentaba un indio, de la India, enorme, un coloso oriental, quizá el primero que se instaló en la ciudad. El Fantástico estaba en los aledaños de aquella Plaza Real fuera de la ley. Aún guardo en el cajón entradas de los conciertos que allí compré: Adicts, Peter and the Test Tube Babies, Decibelios, Toy Dolls. Recuerdo que al salir de los Toy Dolls en el viejo Zeleste había una batalla campal entre punkis y skins fachas. Una punki bajita y culona iba repartiendo piedras que llevaba en una caja. Luego hubo cargas policiales y carreras por el Borne. Donde hoy hay una diseñadora vendiendo anillos de pulgar para guiris antes había una punki con piedras. Podemos llamarlo progreso.
El baño de violencia más atávica que viví en aquella Barcelona fue el pogo que se montó en un concierto gratuito de los Decibelios en Plaza Cataluña. Yo estaba ahí en medio y veía botas militares reventar cráneos; pero ahí estaba, empapado de odio urbano y dando brincos. Ya no quedaba nada de aquel buen nene que fui, apocado y repeinado cada mañana por mi madre con la raya en medio. Ni siquiera mi sobrehumano instinto de supervivencia hacía saltar las alarmas cuando me zambullía en el frenesí de empujones y patadas lanzadas al vecino antes que al aire. Supongo que el exceso de drogas y alcohol me lanzaban a ese tornado que siempre me ha gustado notar cerca.
Comparado con aquellos pogos, el Bar Fantástico era un remanso de paz. La mayoría de punkis se apilaban al final del local, espatarrados y con las pupilas dilatadas por la heroína. Nosotros en cambio nos arremolinábamos alrededor de la máquina del millón, dando voces. La pandilla era una amalgama dispar, gestada entre porros y cubatas en la Barcelona alta que luego bajaba a los barrios bajos en busca de emociones fuertes. Invadíamos el local, que no era nuestro territorio, pero los adormecidos punkis nunca nos dijeron nada. Al salir nos reíamos del muermo jacoso sin saber que la mitad de nosotros acabaría con hepatitis, sida o sobredosis dos años más tarde. Luego nos íbamos a mirar peleas de travestis en la puerta del drugstore de las Ramblas.
Sólo dos años más tarde Salva y yo subimos hacia Pedralbes en el autobús de la línea 64. Nuestras noches siempre empiezan en lo más alto de la ciudad y acaban en lo más bajo. Vamos a casa del Morrison. Nunca supe a qué se dedicaban los padres del Morrison pero la pasta y el lujo del pijerío barcelonés te entraba por los poros nada más abrir la reja, cruzar el jardín y llamar al interfono. Los padres del Morrison se habían ido de fin de semana al chalé de Baqueira o al de Begur. No puedo concretar porque no recuerdo si era verano o inviernos. En la amplia sala nos espera parte de la pandilla, puesta y ciega. El Salva se cabrea porque han acabado las existencias de caballo sin esperarle, así que antes de sentarse en el sofá coge una jeringuilla medio llena de coágulos de sangre recién bombeada, la levanta, inclina la cabeza, abre la boca, presiona y vierte el contenido en su boca. Luego nos mira mientras un hilillo rojo le recorre la barbilla como si fuera vino de un porrón. Al Morrison sus padres le enviaron a desintoxicarse a un kibutz israelí. A su regreso, le compraron como premio una moto impresionante, tanto que al ser bajito los pies casi no le llegaban al suelo. Al mes se pegó un hostión y se quedó parapléjico.
A veces busco el nombre completo del Salva en internet pero su rastro se agota antes del siglo XXI. Le conocí el primer día de COU. Yo estaba en la puerta de la iglesia del colegio, fumando porros mientras se celebraba la misa inaugural del curso, cuando apareció aquel demente de la España africana, hijo de buena familia y recién aterrizado en Barcelona para estudiar diseño gráfico. El primer día ya me explicó que la mejor forma de tomarse un tripi era ponerse el secante en el párpado como quien se echa unas gotas de colirio. El Salva se instalará en pleno Barrio Chino, eso ya lo he contado, y acabará sus estudios en La Massana. Durante un tiempo trabajó para una agencia rotulando y dibujando fondos para tebeos Disney de franquicia italiana. Un fin de semana de fiesta en Playa de Aro nos detuvo la Guardia Civil, íbamos puestos de tripi o antefetamina, ya no me acuerdo. No nos quedaban existencias pero nuestro estado era evidente. Uno de aquellos agentes del orden le preguntó a qué se dedicaba y él respondió que dibujaba al Pato Donald, así que inmediatamente nos llevaron al cuartelillo. Cuando le tomaban declaración acusado de mofa a un agente de la Benemérita, siguió insistiendo en que se ganaba la vida dibujando al pato Donald, que era verdad, porque lo era, y pidió poder demostrarlo. Me pasé tres o cuatro horas en el cuartelillo viendo cómo el Salva llenaba un papel tras otro de personajes Disney que acabó dedicando a los hijos de la Guardia Civil. Luego nos soltaron y nos fuimos a la playa a hacer surf sin tabla.
El Salva tenía buena planta, ojos verdes y atraía a un tipo de chicas muy especial que se rendían borrachas de instintos. Sexuales, maternales y de Tanatos, el más poderoso. Abandonó a una chica preciosa por una turista holandesa gigantesca y de un día para otro se fue a vivir a los Países Bajos. Me escribía cartas explicándome que los holandeses lavaban los platos con demasiado jabón y que para aprender a hablar flamenco lo mejor era comerse unas setas alucinógenas y salir a la calle. Un día apareció de repente en la puerta de casa, harto de la Europa del Norte. Iba con dos inglesas borrachas a las que manoseamos en el sofá. Los ojos le brillaban y estaba pálido, escuálido y lleno de granos. Movía la lengua como un reptil y me explicó que notaba en su sangre la herencia de sus antepasados, los grandes dinosaurios del jurásico, y que por eso regresaba a su tierra para hacer surf y montar un estudio de diseño. Nunca le volví a ver y su rastro se pierde a finales del siglo XX.
He perdido muchos rastros. Busco nombres en las redes sociales y no los encuentro. Facebook me remite siempre a la América Latina pero no son ellos. A muchos los perdí en los aledaños de la Plaza Real, comprando papelinas a los príncipes africanos. Me sabe mal por las chicas. Algunas eran muy guapas aunque veía cómo sus tetas se iban escuchimizando. Yo en cambio sigo aquí. Mi instinto de supervivencia funcionó a pleno rendimiento. Tuve suerte o fui cabal en pleno apocalipsis. Creo que la clave es que mis amigos se ponían a vomitar tras el chute y luego no había manera de correrse una juerga demente con ellos.
Tuve suerte, sí, porque estoy seguro de que, si hubiera dicho que sí sólo una vez, hoy no estaría escribiendo estos butanos. Sé que por mi adn corre el gen de la adicción. Vengo de una familia de alcohólicos. Pero mi decisión no tuvo nada de heroico y mucho de inconsciente. Ellos se bombeaban opiáceos en vena mientras yo trazaba rayas de speed con una tarjeta de crédito. Dinámicas tóxicas irreconciliables. Yo no necesitaba dormir mi cerebro sino excitarlo. Aún más. Mi memoria está llena de agujeros, de noches que acaban en un abrupto fundido en negro, pero aún recuerdo aquellas mescalinas que lo llenaban todo de luces de neón o aquellas perlas de cocaína cristalina que pillábamos a los gitanos de San Cosme, en el Prat de Llobregat. Mi santo grial es un alijo de centraminas que ya no existe. Un frasco pequeñito y blanco de los Laboratorios Miquel. Un día que mi tío me vio estudiando me ofreció un pote de aquellas píldoras de sulfato de anfetaminas que le habían sobrado de cuando estudiaba oposiciones. Él quedó el primero de su promoción y yo saqué un sobresaliente en filosofía. A la semana siguiente estuve rebuscando en sus cajones, haciendo acopio de tres o cuatro potes más que le quedaban, quizá caducados, que racioné como un tesoro. La química, me cago en Dios, vaya mierda de asignatura y qué grandes resultados. La química está ahí, vinculada a números de teléfono los viernes por la noche o los domingos por la tarde. Intento ser un hombre de orden y un digno padre de familia, pero en ocasiones noto el rugido arrebatado del cazador de tornados que soy y recorro Kansas buscando ciclones. Me acerco al corazón de la tormenta con polvos y pastillas, bolitas de nanotecnología y drogaína que hay que acercar a la espiral para que asciendan a toda velocidad y me informen del estado de las cosas. A veces me acerco tanto que veo al Morrison y al Salva dar vueltas en su interior junto a vacas, casitas, la bruja mala del oeste y a Mary Poppins. Sobre todo veo a Mary Poppins.