Era inevitable que el Doctor Sansón te cayera mal. Un científico resabiado, psiquiatra con pipa para más señas, que curaba a una Betty convertida en cristal. Aun así, uno podía sentir cierta empatía cuando harto de su condición de empollón intelectual “despreciado por los hombres viscerales y físicos” se sometía a los rayos gamma y conseguía lo que a Bruce Banner le hubiera gustado: el control sobre la fuerza sobrehumana. Luego, convertido en un guaperas musculado y de larga melena, sucumbía en parte a su nueva condición de macho alfa y se liaba a tortazos contra La Masa. Al final caía derrotado por la fuerza bruta irracional de su rival, libre de toda consciencia y mesura. La chica, eso sí, se largaba con el perdedor asustada por la brutalidad de su otro pretendiente. Es curioso que fuera esta mi lectura el día que Javier Bondía decidió dar una lección a quienes no jugábamos a fútbol a la hora del recreo. Absorto en esa fábula sobre virilidades extremas e intelectuales humillados no me percaté de su amenazadora presencia hasta que me arrebató el tebeo de las manos. Lo miró con desprecio y arrancó de cuajo un buen puñado de páginas. Luego, secundado por el asentimiento del par de niños que le acompañaban, las arrojó al aire para que el viento las dispersara por el patio. Me quedé quieto, debatiéndome entre la rabia, el miedo y la sobrecogedora visión de aquellos frágiles trozos de papel Vértice de mala calidad revolviéndose en su descenso hacia el suelo. Entonces entendí, mejor que nunca, al Doctor Sansón, y por eso me cayó aún más mal, porque su derrota era la mía aunque a mí no me aguardaba ninguna Betty Ross para lamerme las heridas.