En el patio del colegio me dio por jugar al Príncipe Valiente, que era un juego que practicaba en soledad y que ahora veo rarísimo. Consistía en recorrer los márgenes del patio del recreo, que se me antoja enorme a ojos de párvulo, como si fuera en la canoa sobre la que Valiente se aventuraba por los pantanos que rodeaban su exilio de Thule. Era un entretenimiento relajado, un remanso de paz en medio del estruendo infantil. Subido en aquella barcaza, remando de pie, inicié un aprendizaje para abstraerme del mundo en el que aún sigo, aunque hoy es más difícil. La charca era silenciosa y ni siquiera había ogros, tan sólo yo y los acuíferos. Los tebeos de Hal Foster llegaron a casa envueltos por el entusiasmo de mi padre. Se trataba de la edición en fascículos de Buru Lan, así que puedo poner fecha: 1972. Allí conocí a los caballeros de la Mesa Redonda y a la bruja Morgana, y aprendí que cuando el rey Arturo posa plana su espada plana sobre tu hombro te nombra aventurero y te deja suelto por el mundo. Nadie hará lo propio conmigo, ni siquiera mi padre, que cuando más cerca estuvo fue entonces, dejando a mis manos esos tebeos medievales de dibujo delicado en cuyas viñetas puedo vagar durante horas, en especial en aquella aventura en la que Val se cuela en un castillo con una máscara de demonio fabricada con la piel de un ganso. Aquella máscara me causará un tremendo impacto y años más tarde descubriré que no fui el único hechizado: Kirby se inspiró en ella para el rostro de Etrigán y hasta Sergio Aragonés rendirá tributo en un episodio de Groo. Guardo los tebeos del Principe Valiente en una caja, debajo del armario, pero apenas puedo acumular tres o cuatro porque mi padre me los reclama. Debe devolverlos al quiosco propiedad de su madre, mi abuela, de donde los ha cogido prestados. No hay clemencia ni piedad. Esos tebeos existen para ser vendidos y no tiene sentido guardarlos una vez leídos. Sé que a mi padre le sabe mal, que le gustaría coleccionarlos, pero más me duele a mí, que los veo partir sin haberlos podido disfrutar del todo. Así empezó mi incapacidad para desprenderme de todo papel impreso con dibujos, por la injusticia de ser el nieto de la quiosquera y por ello maldito a no poder conservar sus tesoros. Me reencontraré con Valiente en un tomo retapado, rojo y deshojado que localizo en un rincón de una casa ajena. Ya no hay pantanos sino un océano revuelto y encrespado. Ya no hay canoa sino una balsa construida con troncos y cuerdas y ni siquiera hay héroe sino su esposa Aleta y su joven vástago. Una madre y un niño abandonados en medio del temporal con los que no tardaré en identificarme porque yo también vivo arrojado a la inclemencia del destino.