El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

El inspector Arriaga se justifica

Perico Baranda Cartas Crueles— 11-06-2013

Pamplona, 25 de diciembre de 2003

Apreciado señor Palomares:

Ya no me sorprende nada de lo que veo, de lo que oigo ni de lo que digo. O al menos intento que no me sorprenda. Me aproximo así a lo que, según sus inspiradas palabras, constituye la madurez de un investigador del comportamiento, sea detective, policía o juez. Sepa usted que desde hace dos semanas trato de hacer míos sus consejos, a caballo entre la filosofía zen y el pasotismo social. Frente a los sucesos más inesperados, respiro hondo, alejo de mi mente cualquier turbación, interpreto los hechos como una manifestación del determinismo universal y me dejo acunar por el cosmos. Sólo así he podido recuperar cierta beatitud, algo que había perdido desde la muerte de Pilar Ochoa. Quiero aceptar los acontecimientos tal como vienen y no dejarme sorprender por ellos, impedir que me sobrepasen. Digo.

Así que cuando me enteré de que el pasado veintidós de diciembre, a la hora del atraco, estaba usted en la Banca Pía, no me quise sorprender. Al fin y al cabo estaba allí como jubilado que cobra la paga en esa sucursal. Además, ya nos conocemos, Palomares: usted suele estar siempre donde no le llaman y acaba convirtiéndose en un valioso testimonio de los hechos, mal que me pese. Y como usted, toda esa colección de desocupados, pensionistas y amas de casa, que son los ojos y oídos de esta ciudad. ¡Qué tropa! ¡Hasta quince testigos presenciales, sin contar los trabajadores de la oficina, pudieron ver a la vieja, disparando al techo y gritando que todos al suelo! Normal, muy normal, aunque yo me lo perdí. En fin, respiro hondo.

Hoy es veinticinco de diciembre. ¡Festivo! Excepto para mí. Llevo tres días interrogando a quienes presenciaron el atraco y todos ellos han declarado lo mismo: vieron, oyeron y olieron a la vieja (por lo visto olía a desinfectante) y aseguran que la reconocerían si la volviesen a ver. Nadie olvida sus gafas negras, el gorro de lana con un par de flores de ganchillo, las zapatillas azul marino, el abrigo de cheviot y ese maldito carrito de la compra, a cuadros rojos y azules, donde la vieja se llevó el dinero. ¡Increíble! Así que inspiro y espiro…

La vieja entró disparando, obligó a todo el mundo a tirarse al suelo, amenazó al cajero y cargó el carrito con los billetes que éste le iba entregando. Inspiro de nuevo. Hago apnea. Además, no había luz, las alarmas no funcionaron, los equipos informáticos se hundieron en la desidia. ¡El mundo digital se fue al garete! Espiro… Y la vieja, pasito a pasito, se metió en el despacho de la directora y arrambló con un maletín preparado para cerrar una importante transacción económica. Quien fuera el dueño del maletín, se ignora. Qué cantidad de dinero contuviera, ni se sabe. Quien debiera haberlo recogido, ni se sabe ni se sabrá, que para eso existen las puertas traseras en los bancos y el secreto de confesión en las iglesias.

Lo curioso del caso es que la vieja pudo escapar con el botín sin que nadie le impidiera el paso. ¿Qué se puede esperar de un colectivo de ociosos como ustedes, a quienes les encanta contemplar el espectáculo de la vida desde la barrera? ¡Y gratis! ¡Malditos jubilados, holgazanes y chismosos! ¡Joder! ¡Ya me estoy poniendo tenso! Respira hondo, Arriaga, respira… Sólo el cajero de la Pía salió detrás, pero tropezó en la calle, cayó al suelo y se rompió las gafas y la nariz. La culpa la tuvo un vecino, seboso hasta la nausea, que se entretenía limpiando el letrero de su tienda de fotos. Ayer lo interrogué y el muy pelma quiso enseñarme los decorados de su padre que, por lo visto, fue artista fotográfico en los ochenta. ¿Y a mí qué me importa? ¿Eh? ¿Qué me importa? ¡Como si hubiera sido banderillero!

Y ahora se preguntará dónde estaba yo durante el atraco y por qué la policía tardó más de una hora en llegar. Respiro hondo. Pues muy sencillo, Palomares: ¡estábamos de servicio al otro lado de la ciudad! ¡No nos tocábamos las pelotas, como algún desgraciado ha llegado a decir! ¿Sabía usted que momentos antes del atraco se declaró un incendio en la Clínica Universitaria de Navarra, que un camión de reparto se estampó contra la joyería Gimeno, en la Gran Vía, que apareció una mochila abandonada, con su correspondiente banderita libanesa, en la estación de autobuses? Se lo digo porque estoy hasta los cojones de justificarme y de justificar al resto de mis compañeros. ¡Maldita sea! ¡Mientras Pamplona estaba ardiendo por los cuatro costados y los servidores de la ley andábamos de la Ceca a la Meca poniendo orden en este hormiguero, justo entonces, a una vieja se le ocurrió atracar un banco en el centro de la ciudad, ante la mirada atónita de un montón de inútiles que estaban haciendo cola para que les regalasen un disco de villancicos!

No puedo, Palomares, no puedo. ¡A la mierda el determinismo universal, el cosmos y la filosofía zen!. Voy a volver al Diazepán y al Ateneo, cuyos efectos sedantes están comprobados. Nos veremos el sábado, frente al tablero, si es que antes no he sucumbido definitivamente.

Jesús Arriaga,

Inspector de la Brigada Superior de Policía (y perdedor)

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