Mi madre me ve pasar con el ordenador. Me pregunta qué hago. Yo le digo que voy a escribir, y ella me hace el comentario de siempre: “Pero hija, todavía sigues con eso del tebeo… si no vale para nada”. Yo le contesto, señalando el libro que tiene en las manos: “Pues igual que tú. Para nada”. Entonces nos miramos las dos por encima de nuestras gafas, y cada una vuelve a lo suyo.
Esa imagen de mi madre, sentada en el sofá y leyendo un libro por la tarde, y hasta la hora de dormir si no hay nada interesante en la tele, es una foto fija desde que tengo memoria. Cuando mi padre vivía, él también estaba con sus libros, aunque no variaba mucho de ejemplar: o era una Biblia o un tomo de pintura. Puntualizo que aunque me encantaría poder contar una historia de familia decadente, con figuras curiosas que hasta se codearon con personajes ilustres, mis padres lo más cerca que han estado de un famoso es cuando compraban el pan en la misma tahona que Marcelino Camacho. Ninguno de ellos ha pertenecido siquiera a aquella legendaria clase media que parece se ha extinguido a fuerza de congelador, sino a la obrera, y a la más pobre, esa que tenía parados de larga duración en los años ochenta y se pasaba el día maldiciendo, sobre todo, cuando echaban el parte. Sabrán entonces disculpar esta manía por soltar inconveniencias en las redes sociales sobre temas en los que una mujer con estilo no debería meterse nunca. Ninguna persona, en realidad. Es que es de familia.
Hago señalar también que el hecho de que mis padres emplearan la mayor parte de su tiempo en leer, en lugar de hacer turismo o alternar, porque eso no se lo podían permitir, no les convirtió en mejores personas, aunque les hizo menos tontos. De ambas cosas doy fe, primero porque yo soy resultado en parte de aquel experimento a la fuerza (no por lista, precisamente, sino por persona regulera), y segundo, porque para la mayoría de mis compañeros de clase, amigos y resto de la familia, aquella afición era más extravagante que si se hubieran dedicado al cultivo de emús.
Cuando éramos pequeños, mi madre nos ayudaba con los deberes, supervisaba los ejercicios y nos compraba, con lo exiguo del presupuesto, que lo era y mucho, tebeos, libros infantiles y juveniles. Por entonces los planes de estudios de la LOGSE eran un ladrillo de materias espesas y comprimidas, comparados con los que tiene la ESO, más propio para una enseñanza de integración, y aun así se quejan los expertos de que los chavales se aburren y no aprovechan el tiempo porque dan unas cosas que es lógico que no comprendan, como, por ejemplo, el Poema de Mío Cid, que es algo anacrónico en nuestros días, y hasta un poquito facha. Que, o sea, a ver, de qué les va a servir leer a Quevedo o a otro autor antiguo de esos con doce años.
En realidad, ni con doce ni con setenta años sirve de mucho leer a Quevedo. La literatura, el arte o la trigonometría son inútiles en sí mismas. Al colegio vas para no aprender nada. ¿De qué demonios sirve solucionar algoritmos, aplicar las leyes de la termodinámica y saberse los afluentes de los ríos? Bueno, si quieres ser un concursante de la tele, pues quizá, o un científico raro decidido a hacer carrera en otro continente… En el mejor de los casos, si no eres un niño de provecho, que con seis años ya trabaja ayudando en casa picando piedra o droga, el colegio es un paréntesis en el que no haces nada, un limbo en el que tendrás la enorme suerte de estar al abrigo de una entidad que supuestamente dice que te forma, o más bien te tiene aparcado para que no molestes en la calle o incluso en tu casa, para que después, cuando seas mayorcito según la convención internacional, te lance a la realidad, pero ya sin remordimientos socio-políticos. Unos años donde estás con el runrún de hechos y personajes raros, como el guerrero medieval ése, las pirámides o las cadenas de química orgánica. Puede que tengas la fortuna de dar con un maestro o maestros buenos, de los que se lo creen y te cuentan las cosas de manera que incluso termines tu educación sintiendo apego por la ciencia o el arte. O que, como en mi caso, esa coincidencia se combine con la carambola de una madre muy pesada que nos acostumbró a leer libros por falta de presupuesto para otros hobbies. Pero al colegio se va a hacer el bestia, a jugar y a no aprender, salvo las mañas para desenvolverse sin libros. Y quien diga lo contrario es un hipócrita.
Antes, mi madre me hubiera dado un capón solo de pensarlo, pero ante la posibilidad del corte de luz por impago, esta temporada otoño-invierno hemos hablado de quemar nuestros libros para hacer chascas. Ella vota por empezar con el Cantar de Mío Cid, El Buscón y un surtido de la colección Joyas Juveniles de Bruguera. Yo, por las novelas de Muñoz Molina, Grandes y Pérez Reverte. Como dicen los ricos, es que es como que tenemos demasiadas cosas y así le damos un toque zen a nuestro hogar.
Total, ni a ella ni a mí nos han servido de nada.