Hay en toda la saga de Dan Simmons, Los cantos de Hyperion, un punto de Félix Rodríguez de la Fuente que reside en la presencia del alcaudón. Leyendo las peripecias, las costumbres del personaje de Simmons, se tiene la sensación de que al pasar la página saldrá también dando saltos el lirón careto. Hyperion, la novela, es como los cuentos de Canterbury explicados en la taberna galáctica de Beà, y quizá por eso todo lo que pasa en ella tiene un retrogusto (por hablar en vinatero) de vida de campo. No es igual la vida campesina que la vida pueblerina. Se trata de la misma diferencia que existe entre el Bellota Village de Sir Tim O’Theo y el Villamulos de Agamenón. Todo está en Bruguera y de una forma más amplia e inconcreta lo cantó Aute un día. Pero hay también en este asunto del campo y del pueblo una tercera vía, circunstancia que alegrará a un nutrido grupo de prohombres voluntariosamente ecuánimes que escriben en los periódicos columnas de opinión. (Llamarle tercera vía a lo que éstos defienden en política, en crítica…, es como decir bisexualidad cuando se quiere decir celibato.) Aquí con la tercera vía me refiero a los cenobitas que salen de los desiertos de Egipto o de Siria de hace dos mil años para llegar a Hellraiser.
El cenobita es el anacoreta en manada. Lo que antes hacía un hombre solo subido a la copa de un árbol (Fellini, Isaki Lacuesta), al extremo de una columna (Buñuel), desnudo entre las rocas (Cervantes), dejándose morder por serpientes y picar por escorpiones (Steve Irwin), todo eso practicado en grupo es el cenobitismo, y no lo es defender a la novia de Juan Ramón Jiménez.
Antes de meterse a vivir en monasterios, los cenobitas se agrupaban en lugares apartados, como la sierra de Shigger (que tiene nombre de paraje de Rider Haggard) cerca de Nísibe, en los yermos de Calcis…, y vivía cada cual en su cueva, vestido con túnicas de cerdas, o con paja y hojas de palmera, o sin otro atuendo que la mugre y los parásitos, o con el pelo muy largo atado a la cintura como el monje Teodosio. Algunos ayunaban como presos del GRAPO durante extensos periodos, otros pasaban años y años comiendo únicamente cinco higos diarios (dicho por alguien de la familia Lapiedra esto cobra un sentido diferente, que no es el que aquí se pretende). El asceta Baradato vivió metido en un saco de piel con sólo dos aberturas, para la nariz y para la boca. Allí dentro, permaneció siempre en pie y con las manos alzadas al Dios creador. “Tuvo la locura de la Cruz”, observa su comentarista, el padre García M. Colombás.
Pero la vida en cenobio, que es a lo que más se parece esta cohabitación que practicamos en El Butano, supuso a la larga el fin del individuo, del anacoreta, del ermitaño, del estilita, de quien se conjura para hablar o bien con lo más Alto o bien con lo más bajo, con Dios o con los animales, pero nunca con el hombre. El cenobitismo es el fin del individuo empeñado en destruirse a sí mismo exclusivamente por sus propios medios. Qué error, qué inmenso error, como dijo Ricardo de la Cierva cuando le llamaron De la Cabra. Cioran lo repitió más tarde en francés para que todos le entendiéramos: “el deber de un hombre solo es estar aún más solo”. Y sin embargo, otra vez cae uno como ciego en la trampa para panteras de visión nocturna. Aquí, escribiendo como un cenobita primitivo con los amigos en esta página de francotiradores.