“Soy nuevo en esta ciudad, no sé dónde está el museo,
pero si salgo a pasear ya sé lo que me voy a encontrar
bares, bares”.
Los toreros muertos
Estoy leyendo la guía que Fernando Muñiz y Sergio Fidalgo han confeccionado acerca de los bares de su ciudad: Barcelona on the Rocks (Cara B Ediciones), un delicioso “Celtiberia-Bar”, con textos y fotos impagables sobre algunas de las tabernas más destacadas de la localidad condal, sus bares más queridos, los más disparatados, etc., con la intervención estelar de barceloneses de primera fila (Jordi Costa, Kiko Amat, Pepe Colubi …) , y no he podido evitar pensar, primero, por qué no se me ha ocurrido hacer a mí una cosa parecida. Segundo y más raro, cómo es posible que ningún otro juntaletras de la capital haya tenido la misma idea, con lo listo que va el personal para estas cosas. Y tercero, y esto es más bien recomendación o aviso, que el experto que se ponga con el asunto, lo haga cuanto antes, porque lo de los bares en Madrid, que era cosa descomunal, galdosiana, inabarcable por la cantidad y la variedad, por la lista de establecimientos imposibles, maravillosos, esperpénticos y todo lo que se diga se quedará pequeño, pues repito, a lo de los bares de Madrid le quedan cuatro días.
Por supuesto que su local favorito, ése de la terraza con tumbonas romanas encima del hotel de moda, o quizá ese otro donde chutarse oxígeno mientras rueda con un orgasmatrón por el suelo, o aquel propiedad de un famoso (me gusta especialmente La Bodega de Antonio), que está tan de moda por las sinergias guapas que ha conseguido el estilista Formico, ése no lo van cerrar hasta que se inventen otra majadería para sustituirlo en la próxima temporada, así que tranquilos. Yo me refiero al bar madrileño, universalmente bar español, en la modalidad buena de lugar para beber, comer y departir en condiciones óptimas, o ya en las otras y muy diversas variedades de local decorado con extraño gusto estético y oferta de productos inenarrables, con parroquia bulliciosa o siniestra, y detalles pasmosos, cómicos, terribles y hasta psicopáticos. El bar con los cristales decorados con gambas y churros pintados a mano está en vías de extinción en la capital, excepto que dejen algunos en plan tumba egipcia, como curiosidad para los visitantes. Los nietos van a ver ya muy pocos ejemplares de liebres disecadas disfrazadas de cazador presidiendo un expositor de bebidas con nuestros licores preferidos, el Cynar, el Vermut Mari Trini, la ginebra Fockinck y el Vodka marca Vodka, los elixires que nos han hecho ser lo que somos. Se van a perder luminosos como “Los Torreznos”, “Los Amigos”, “El Guarro”, “Peymar”, “Los Pinchos“…, así como los minis en tubos de cristal de metro de largo y el libro de reclamaciones en forma de garrota de madera.
Ya no es una cuestión de modas o edad. No es que las grandes cadenas de cafés, tés y refrescos caros pero muy malos arrasen con los negocios de bares y cafeterías en aras del enriquecimiento y normalización del mercado global a lo loco, sino que además los que quedan están siendo sometidos al sistema implacable de recaudación, recargos y gravámenes del Ilustrísimo Ayto. de la capital. En el último año, he visto cómo a dos amigos la Autoridad les ha obligado a clausurar sus respectivos bares, después de una agonía en multas por los motivos más peregrinos, que al final les daba vergüenza hasta a los propios funcionarios que venían a traer los escritos, hasta el momento de no poder hacer frente a las facturas y tener que echar el cierre definitivo. El sábado, mi amigo Miguel me contó que después de gastarse unos cuatro mil euros en un arquitecto para presentar, obligado por el Excmo. Ayuntamiento, un proyecto de reforma de su bar, no por deficiencias en las salidas de incendios ni de humo, que eso lo tiene todo en regla, sino de la construcción de un imposible cuarto con ducha para cambiarse los empleados —teniendo en cuenta que el local no tiene más de cuarenta metros cuadrados, y trabajan en él el propio Miguel y su mujer—, le han tirado el proyecto; eso sí, después de cobrarle las multas correspondientes y las tasas. Añádase la persecución por los horarios de cierre, la de repente enorme preocupación de las autoridades por los niveles de ruido, y las inspecciones y registros de los siempre simpáticos agentes municipales, y obtendrá el visitante un panorama un poquito distinto del de esa ciudad a la que cantaban los músicos de hace un siglo: caótica, pero llena de vida, acogedora, generosa y libre.
Porque no sólo son los bares.
Otro día hablamos de la sanidad y las tasas de la basura.