Finales de los años ochenta. Vuelvo de hacer unos recados, cuando me paran en la calle dos señoras muy empingorotadas. Una lleva traje Chanel con bolso de cadena, la otra un moño rubio esculpido por dos litros de laca y lo que parece ser una bandeja de pasteles con su lacito rojo. Estamos en un semáforo de la marcial calle General Ricardos. Muy educadas, me preguntan por la dirección de la plaza de toros. Condescendiente, les digo que se han equivocado, pero muchísimo, y las mando a la boca de metro más cercana, para que emprendan la ruta de la línea 5 hasta la estación de Ventas, unos cuarenta minutos de viaje dirección noroeste. Cuando llego a casa y le cuento a mi madre la anécdota, ella me abronca por cabeza de chorlito, y no haberme acordado de que, a pocos metros de donde vivimos se encuentra La Chata, la plaza de toros de Carabanchel.
Cómo estaría por entonces aquel mamotreto para que yo no reparara en que en tiempos fue una plaza de toros. No porque hiciese años que allí no se celebraba ninguna fiesta, sino porque el coso y los alrededores habían quedado reducidos a lo que los tecnócratas conocen como “zona degradada”. En términos populares, una ruina por la que mejor era no pasar cuando se hacía de noche. El edificio, cerrado desde el año 81, había ido deteriorándose poco a poco: los cierres metálicos de sus soportales habían sido reventados cual lata de sardinas y en cada uno de ellos se había establecido una tribu de vagabundos, yonkis y diversos animales domésticos (burros incluidos no metafóricos) con su mobiliario de colchones y sofás traídos de la basura. Las paredes de La Chata, antiguamente blancas de cal, estaban ennegrecidas por el humo de las chascas y las irónicas pintadas rojas y negras de anarkía y amnistía, mientras que la seguridad del inmueble se saldaba con un incendio o una intoxicación por humo día sí y otro también, además de las normales reyertas entre los inquilinos, atropellados por el autobús, robos y un largo etcétera de sucesos.
También quedaban jirones de los carteles de las últimas actuaciones que vio la plaza: festivales benéficos y la legendaria actuación de Los Ramones, con Nacha Pop de teloneros en septiembre del año 80. Aún se recuerdan momentos muy grandes de ese día, como los comentarios del dueño del bar La Chata quien, mientras vendía minis de cerveza por la ventana de su establecimiento, comentaba a los parroquianos habituales, atemorizados por la fauna de chupas de cuero y pelos de colores en pleno verano, “Es que viene el Ramoncín, el artista ése“. Fue el último gran suceso de la Plaza de Toros de Carabanchel, y posiblemente el más brillante de cuantos se celebraron en ella, coso de segunda cuyos hits más sonados fueron los festivales cómico-taurinos del Bombero Torero y sus Enanitos Rejoneadores, los shows del Platanito y antes, en los sesenta, los concursos de novilleros patrocinados por el diario Pueblo, denominados, creo que con poco acierto, “La Segunda Oportunidad”.
La plaza era más conocida por la dichosa canción de La Verbena de la Paloma y por su dueño, Luis Miguel Dominguín, quien la había comprado tras ser reconstruida por la Dirección Nacional de Regiones Devastadas del incendio que en la guerra civil la había destruido totalmente. Por los testimonios y los documentos gráficos, parece ser que el resto de la zona, igualmente reducido a barro y polvo, tuvo que rehacerse un poco a trompicones, con la única ayuda de los vecinos. Además de las novilladas y las corridas bufas, lo que más huella dejó en el barrio fue un número muy importante de whiskerías y bares de alterne, diseminados estratégicamente alrededor del coso. Cerca de diez llegó a haber en funcionamiento, en un radio de apenas quinientos metros.
Pero todo este recuerdo marginal terminó en el año 2000. Una tercera y remozada plaza de toros emergía de las penosas ruinas de la anterior, esta vez como centro “multiusos” y plaza “cubierta”, y el pomposo nombre de Palacio Vistalegre. Desde esa fecha, que fue inaugurada con un show de Curro Romero, ha albergado espectáculos en la misma línea: mítines políticos, conciertos de heavy, pop rock, fiestas de nochevieja, partidos de baloncesto, presentaciones multitudinarias de películas… Y lo que es mejor, alberga en su parte inferior un Corte Inglés y un aparcamiento, que han venido a traer riqueza a toda la zona. Es decir: los negocios tradicionales han desaparecido, pero ahora la plaza está rodeada de nuevos bares con muy nuevos precios, la dirección de las calles también ha sido modificada en función de lo que disponga el centro comercial y la delincuencia ha sido sustituida por un parque de automóviles monstruoso. De los antiguos puticlubs, sólo sobrevive uno de la época anterior, pero ahora han renacido cerca de seis, más un par de hostales discretos. El mundo de los toros, siempre tan cerca del de la mujer.
El dueño del bar taurino La Chata, quien todavía tiene orgulloso los recortes enmarcados en las paredes de cuando se enfrentó a los indeseables que querían montar un centro de desintoxicación cerca de su local, ve pasar, mano sobre mano, a las señoras empingorotadas que salen del Cortinglés y entran en los bares modernos a tomar la merienda.