Escucho la canción en la radio y me enamoro de ella. La grabo con el casete, inicio y final pisados por la voz del locutor y, después de ahorrar durante la semana, quitándome del bocadillo del desayuno, muchas veces de la comida, y sin poder comprar los cigarrillos sueltos en el kiosco de las chuches, salgo del instituto camino de la tienda, con emoción y un pequeño nudo en el estómago. Mismo proceso durante años de estudiante. Ciento veinticinco pesetas un single, doscientas cincuenta un EP, quinientas cincuenta para un elepé.
Madrid no es una ciudad musical. Como mucho, sería la sede del ruido —despojado de cualquier pretensión artística—, la capital de los sonidos desagradables. Al madrileño no le gusta la música, como no sea para molestar al vecino, que entonces sí, porque en eso es un refinado y sádico connoisseur: pone a volumen brutal la radio de coplas o bakalao tras el fino tabique, sube la tele a todo trapo, va con el coche atronando la calle, sacude a los pasajeros del autobús con los tonos de su móvil y, en general, le gusta ir dando voces por todos los sitios y a todas las horas del día. En eso, somos La Orquesta del Sonido de la Muerte. Esa es la única música que conoce el madrileño. Bueno, quizá una emisora de éxitos chungos para la tienda, la emisora de éxitos de los ochenta en la oficina general, y por último el hilo musical de hits alternativos, si se trata de una superficie de creadores o alguna cosa de estas. Pero sin molestar, o sea, sin escuchar. La música vale para alternar, para acompañar el tiempo libre un rato, y a veces para asistir a un espectáculo en vivo, pero nada más. Pocos madrileños sacrificarían, qué sé yo, una selección de trapos de las más prestigiosas marcas, una noche de marcha, un carrusel de combinados alcohólicos y varias raciones de droga por pillarse unos discos; es más, lo verían de auténtico tarado.
Yo soy de esa clase de taradas.
Sí, reconozco que es una enfermedad. De todas las satisfacciones que provoca el consumo, tan artificiales como imprescindibles, mi copa de placer rebosa con los discos. No hay objeto que me provoque mayor serenidad en mi status de ser para el mercado que el disco. Y precisamente por causa de esta querencia irracional a anteponer algo tan idiota como la música sobre las cosas importantes, por ejemplo, gastarme la pasta del precioso vestido en un cofre largamente acariciado, mis alumnos, con mucho respeto, me traían discos de Megadeth para que les tradujese canciones intraducibles para la infancia, y mi primer trabajo fue en una tienda de discos.
Empezó bien, porque en lugar de un proceso selectivo ordinario, me hicieron un examen de música: cien preguntas sobre grupos, estilos y nombres diversos. Pasé la oposición del rock con nota alta —sólo fallé las preguntas de heavy metal, pero eso ahora no me pasaría— y fui contratada dos días después. Luego aquello se desarrolló en los mismos términos y condiciones que la vida en una empresa de charcutería, pero al contrario que otras penosas aventuras en el terreno del trabajo, mi paso por la tienda no me dejó inhabilitada para seguir frecuentando este tipo de comercios.
Al contrario.
Como muchas de las personas de mi edad, he robado discos en El Corte Inglés y Galerías Preciados, que eso era el paraíso antes de los precintos magnéticos. He subido muchas veces a la sexta planta de Gran Vía 62 para tirarme por el suelo buscando gangas en la primera Metralleta, antes de que se trasladaran al parking de Descalzas. He aguantado algún principio de bronca de los dueños de famosas tiendas del centro de la capital, que te miran con desprecio si te llevas discos que no son de su gusto. Ese tendero permanentemente cabreado, mezcla de erudito talibán del rock y bedel de ministerio, que antes de que pongas el pie en la tienda, ya te está pegando un grito, “¿Dóndevaustéquévaserquéquiere?“, y tú, haciéndote la tonta, le preguntas por lo que más le duele, por ejemplo, un maxi de remezclas de Sigue Sigue Sputnik, y ves cómo el tipo está a punto de sacar la escoba para atizarte. Por suerte, hay otros que te reciben con amabilidad y hasta te ayudan.
Hace años que desaparecieron las dos grandes cadenas de discos en Madrid. Primero fue Discoplay y su tienda en los sótanos de Gran Vía, aquella Discoplay que llevaba la música, las camisetas y las chapas a todas las provincias a través de su boletín por correo. Cuando cerraron y saldaron el género, hubo gente que se llevó carros de supermercado hasta los topes de vinilos. Una locura, el sueño de cualquier persona de bien. Lo de Madrid Rock también fue vistoso, pero no alcanzó tanta espectacularidad, quizá porque los precios de saldo no fueron tales.
Total, que yo sigo con lo mío. No puedo evitarlo. En el Rastro, me paro a ver lo que ponen las gitanas en sus manteles, por si hubiera un tesoro a 45 r.p.m. entre un surtido de botones y una minipimer sin motor. Echo de menos las tiendas M.F. de barrio, donde se podían pillar ofertones sin que se enterara casi nadie.
Voy al mercado y hay un Cash Converter en el camino, con una fila inmensa de familias pobres que lo venden todo. Sé que no voy a encontrar nada, pero siempre entro y revuelvo el cajón de los discos malos que no comprará nadie.