He descubierto el Polígono Store, un lugar grisáceo e industrial donde habitan los descartes de todas las marcas que me brindarán la gloria que se me ha estado negando. Es verano y no puedo necesitar más que unas chanclas, así que con esa excusa me acerco hasta ese sitio infame que con tantas ganas cojo.
Me sigue pareciendo un poco caro pero hay unos cestos desperdigados llenos de cosas sueltas a precios que sí puedo abarcar. Me voy a tener que conformar con lo que encuentre en tales montones revueltos. Es más, lo voy a tener que petar con esto.
Unas chanclas que me quedan justas por fin salen a relucir y aunque me sobresalga un poco el talón serán las únicas hasta la mayoría de edad, no sin orgullo por mi parte. El tesoro de mi nueva colección primavera/verano vendrá como bañador Speedo de natación, de esos con agujeros y sofisticaciones en la espalda, una filigrana que apenas me atrevía a soñar. Es azul marino y grueso como la piel de un tiburón ballena y me va a dar un calor de infarto, pero yo me lo pruebo sólo para constatar que, una vez más, me queda un poquito pequeño. No lo considero grave porque todavía no estoy rascándome las ingles escocidas de cocerme al sol con este corpiño inclemente, sin atreverme a quitarme la camiseta durante horas. Asegurando que estoy bien, que no tengo ganas de bañarme. Con el sudor corriéndome por la frente.
Habrá un día muy señalado en que podré lucirlo e incluso hacerme unas fotos donde se diría que no padezco un pudor y una soledad terminales, fotos de las buenas para mandar por internet.
Ese día lo habré pasado en el Guadalpark achicharrándome los pies sobre cemento sin pulir al rojo vivo, esperando a que me toque tirarme por el tobogán más bajito que haya. La experiencia permanecerá grabada en mi cuerpo como permanece el sello de un ganadero sobre sus vacas, porque cuando vuelva a casa tendré que tirarme dos semanas durmiendo boca abajo para no rozarme el círculo abrasado, muy simétrico en medio de la espalda.