Es el primer día de instituto. Me temo lo peor pero llevo meses tratando de tranquilizarme. Tampoco puede ir tan mal.
A los nuevos nos están haciendo esperar mucho en el patio. Somos residuos de varios colegios del barrio, empaquetados como sardinas en un centro vecino bastante temible. Unos chicos que no he visto nunca me llaman desde un poyete donde están sentados. Dicen que quieren hablar conmigo. Pienso que el verano ha sido provechoso, que he sacado algunas tablas comunicativas. “A lo mejor les gustas, no seas cobardica”, sugiere alguien dentro de mi cabeza. Alguien a quien le pone cachondo el snuff. Me enfrento a ellos de pie, tratando de poner cara de ir sobrada. Son tres.
—Illa, illa, espérate, ¿tú dónde te compras la ropa?
Vacilo un segundo mientras oigo quebrarse mis últimos trozos de ingenuidad, desprenderse de mis costillas como una costra húmeda contra una esquina. Me planteo una vez más si me lo están diciendo en serio. Pronto percibo con claridad el tangue y me marcho de sopetón. Ellos se ríen, dan palmadas y me gritan cosas. Tengo tanto miedo que esta Navidad a los Reyes Magos les voy a volver a pedir muñecas. Decido que no debo alejarme más de los compañeros que conozco del año pasado.
Ellos han permanecido en el cogollo del porche, un hervidero de murmullos. Aquí debajo reinan las especulaciones románticas. Las chicas se han fijado en un muchacho que se parece a Nick Carter. Rubio, altísimo. Se mueve con un garbo especial. Lleva la ropa muy grande, como un jugador de baloncesto. El jiji y el jaja van en aumento hasta que se nos va de las manos, él se cosca y decide acercarse con aire simpático. ¿Pero esto qué es? ¿Sensación de vivir?
—¡Hola! ¿De qué colegio sois? Yo del Híspalis.
Coqueteamos con entusiasmo unos minutos hasta que se da cuenta de que no nos hemos presentado formalmente y exclama:
—¡Yo me llamo Elena!
Nos fijamos de repente en que tiene un culo bastante gordo y bajo la camiseta gigante le botan unas tetas considerables cada vez que se carcajea. Seguimos charlando con ella, con Elena, adaptándonos sobre la marcha, intercambiando discretas miradas desorbitadas. No se hablará más del tema.
Nos hacen entrar, nos distribuyen en cinco aulas. Mi gente de confianza toda lejos. Rechino los dientes de acojone mientras pasan lista. Al nombrar a Ignacio García Barragán levanta la mano una especie de gitanito con el pelo rizado hasta los hombros, muy callado y elegante dentro de la sobria seguridad que le proporciona su chándal Fila. Un montón de chiquillos se llevan las manos a la cabeza desde diferentes puntos de la clase.
—¿Qué pasa, qué pasa? —le pregunto a Bea, a la que llevo viendo crecer desde los siete años. No nos llevamos mal del todo.
—Que los niños decían que era la que más buena estaba pero no se sabe de qué colegio es y nadie había hablado con ella todavía. Bueno, con él, tú sabes.
Tiene que ser una broma, ni siquiera perece verosímil. No entiendo de qué va el chiste, pero Sensación de vivir no es.