Ernesto es un enano que trabaja de nueve a tres metido en un muñeco. El muñeco es el protagonista de una serie de la tele, un muñeco ilustre, de los de club de fans y marca de cereales y toalla de playa y nadie sospecha que detrás de sus ojos negros se oculta un enano. Una persona pequeña. Ernesto. Treinta y seis años, piel blanca, tanto silencio, un romántico. Los productores de la serie aseguran en las revistas que el muñeco se mueve a golpe de técnica, controles remoto, palos y cuerdas, saben bien que mucha gente le tiene mucho miedo a los enanos y no quieren perder nada de audiencia pero a Ernesto eso le da igual, a Ernesto lo único que le importa es estarse tranquilo, mirar a sus peces —en su piso— a través del cristal, dejarles que hagan, comer sentado y pensar en lo suyo. Ernesto se ve completo, antes le daba pena que le tratasen distinto y le hicieran de menos a causa de Lo Enano pero ahora lo entiende como algo natural, él es distinto, es único, se ve con sus manías y canijo, pero bien, se ve recto, a por todas, completo, muy completo. El enano del futuro.
Hasta en el plató, entre prisas y luces, se nota el tío con un saber estar tremendo, siempre sabiendo qué hacer, sudando por dentro del monigote y mirando por los agujeros de los ojos muy contento, casi siempre hacia las piernas de Irene, la script, que es lo que tiende a ocupar su campo de visión a causa de su altura corta y su interés anchote. La seguridad en sí mismo empezó a transformarse en otra cosa desde que se fijó en esas piernas. Irene: rubia muy rubia que alguna vez fue tímida y que se defiende con gracia de los lanzamientos de fichas de los chicos del equipo, Ernesto procura mirarla como un padre pero le pueden los instintos, lleva enamorado de ella desde verano y no sabe ya cómo aguantarse las ganas de decírselo. “Si se lo digo se pensará que soy un cualquiera, o peor aún: un enano salidísimo. El enano empalmao del rodaje. El enano salido de dentro de un muñeco y salido a secas, con este torso de Toulouse-Lautrec que Dios me ha dado”, piensa Ernesto con cara triste. “Qué torso tengo por favor auténtico chocolate al 90% bloque suizo chocolate puro”. Le gustaría enamorarla por cómo es él en verdad, por los libros que se ha leído y por las frases que aguardan agazapadas en su memoria, sin que se hable mucho del tema del enanismo, pero sabe que lo tiene difícil. “Hay mucho guapo en tránsito y yo parezco un niño chico”. Querría pasar de puntillas camino a una vida mejor. “Pareces hecha de papel rosa”, se piensa que le dice. “Déjame que te desenvuelva, regalito mío”. Al pobre sólo se le ocurren las peores ideas. Desde hace meses Ernesto ve coños donde no hay coños. Una puerta entreabierta, el espacio entre dos personas, tajos al bies en las naranjas. Allá donde pone la mirada pone un coño, no puede soportarlo. Hasta las rendijas fijas por las que observa la realidad metido en el muñeco le parecen lo que no son. Coños y piernas acechando en su imaginación con la cara de la Irene riendo en lo alto. ¿Cómo seguir con la rutina con todo ese cabello de ángel rondando? Se le derrumba el castillo de naipes, baja a los bares y señala hacia los televisores cuando ve que echan su serie. “¡Que soy yo!”, grita enloquecido, “¡el muñeco soy yo!” Pero la gente no le hace ningún caso. Ni los taxistas más aburridos le toman en serio.
Una tarde que parece una noche de viernes que parece de mayo se acerca Ernesto un poco a Irene y le pide salir. Él lleva puesta su camiseta de 2 CUTE 2 DIE y ella va y le dice que sí. Cenan en el restorán de abajo, ella como una iguana maquillada con los labios de rojo y él ululando hacia los adentros bajo la luz de una vela. Se piden un licor francés carísimo y se lo cuentan todo, nada se callan. Irene al parecer no está contenta con su trabajo, quiere dirigir y operar más a su aire, quiere ser libre y escapar de este mundo hecho para señores. “Tienes que hacerte valer”, dice Ernesto. “Son todos subnormales, no hay nada peor que un tío de esos. Las mujeres sois lo más. Sois las mejores”. Irene asiente convencida moviendo un poco su pelo rubio. Ernesto se acomoda y adopta postura de sirena guapa con las piernas dobladas sobre la silla. La chica empieza a sentirse algo incómoda cuando su compañero en miniatura mete la cara entera en la fuente de los caracoles. “No soporto ver cómo te mueven los brazos con las poleas”, confiesa ella. “Es como si se olvidasen de que hay un ser humano dentro del muñeco”. Ernesto, ciego de amorío, se va soltando del todo percibiendo una falsa conexión. “Tengo dos disfraces de muñeco de repuesto en casa y a veces me despierto por la noche y me pienso que se mueven solos”, dice entre hipos. “Vienen a por mí, me da tanto miedo, vienen con la verdad por delante”. Irene toma su mano tratando de calmarle. “Y aparte yo es que veo coños por doquier, no sé si me entiendes”. Ernesto pega un trago a su copita. “Veo coños con los ojos abiertos y cerrados, y me los quiero comer con estos dientes”. El enano sorbe de un caracol. Irene quieta como una escultura de papel maché anidada en su boca en suave trazo una mueca congelada de horror absoluto. Les traen la cuenta y la pagan a pachas.
El siguiente lunes Ernesto sale de casa y sube la calle como todas las jornadas camino del estudio de grabación. Hace parada y se compra unos mini-mañanitos antes de reanudar el trayecto. Subiendo esforzado la calle como si el mundo fuera todo cuesta. En un cruce un chaval le pega patadas a un galgo y Ernesto lo ve y se detiene y le canta las cuarenta, le suelta un sopapo desde abajo, recoge al perro del suelo y se lo lleva en brazos de puntillas camino hacia una vida mejor intentando que sus patas grises no rocen con el cemento. ¿Qué más podemos pedir? El buen hacer ha vuelto a triunfar. Ernesto sonríe con el galguito a cuestas y se siente más ancho que un mundo entero. “¡Ahí va un hombre!”, gritan los niños desde las ventanas. “Ahí va un hombre pequeñito”.