Pocas figuras tan clásicas como ese español con remedios para todo. Desde los venerables arbitristas del siglo de oro con soluciones a la pérdida de ese imperio cantada por los Nikis a los taxistas de la actualidad y sus métodos expeditivos para acabar con la remanida crisis, la sinrazón terrorista, la inmigración ilegal y los problemas de circulación en horas punta, los ejemplos se suceden. Solo otra figura es tan común y tan recurrente: el enterao, el tipo dotado, por ciencia infusa (no hablemos de algo adquirido con esfuerzo, por dios, eso es de gañanes), tanto de un conocimiento exacto de los hechos, en particular de los que nos ocultan a los pobres mortales, como de dotes proféticas.
Ambos arquetipos, diría que ambas categorías conceptuales, no son herméticas: se comunican, incluso algunos de sus elementos se superponen, pero encontrarlas unidas en un solo caso es relativamente raro. Cuando no sólo se da esta unión, sino que ambas categorías se manifiestan en grado superlativo, estamos ante un caso excepcional. Es lo que pasa con un hombre al que una posteridad mediocre y envidiosa ha sumido en esa modalidad de olvido que es la historia de la literatura. Es lo que pasa con Ernesto Giménez Caballero, el espectro de la galería fúnebre al que invoco hoy.
Vanguardista de manual, proclamador temprano del fascismo en España (con poco éxito, sino habitual de los precursores), fundador del primer cineclub español, alférez provisional, autor —según su único testimonio— del decreto de unificación y de la bandera de Falange, reportero en la fosa de Katyn, diplomático pintoresco, salvador de Jaime de Mora y Aragón en una situación apurada, su trayectoria demuestra que en España, en cualquier momento de la historia, hay un hombre que lo hace todo. Porque lo sabe todo. Porque lo ve venir todo. Incluso (en 1946, nada menos) la llegada de la transición y el eurocomunismo, que afirmó haber anticipado al aparecer en la cubierta de uno de sus libros vestido de diputado decimonónico.
No, yo tampoco acabo de entenderlo, pero Caballero es así.
Como Ezra Pound, Giménez Caballero fue un escritor de vanguardia. Como Ezra Pound, Giménez Caballero fue fascista. Como Ezra Pound, Giménez Caballero estaba como un cencerro. La diferencia sustancial reside en que Franco, más benévolo que los psiquiatras norteamericanos, le aplicó una especie de terapia ocupacional haciéndolo embajador en Paraguay, en lugar de internarlo en un manicomio, cuando el régimen tuvo que lavarse un tanto la cara. A fin de cuenta, y por embarazoso que resulte tener a un individuo tan brillante al lado, hay que ser agradecido con alguien capaz de vaticinar la guerra civil en 1923, y por tanto anticipar la llegada del caudillo providencial al poder, adivinando además que los posibles rivales desaparecerían (“José Antonio, — aseguró haber dicho a Primo de Rivera— tu eres el Agnus Dei qui tollis peccata Hispaniae. Te veo sacrificado”). Ante estos dones de adivinación, ciertas faltas de gusto ocasionales, consecuencia de juntar vanguardia literaria con virilidad a la española, como este fragmento sobre la estilográfica del Generalísimo:“He aquí su bastón de mando, su vara mágica. Su porra, su falo incomparable”, o como la propuesta de que Franco encabezara una revolución cultural, como Mao, resultan perdonables.
Lo triste es que de las facultades de este coloso político-literario no se sacó el partido que podía haberse obtenido. Porque su golpe maestro diplomático y patriótico, e incluso poético, nunca se llevó a cabo, y en esta hora dramática en que tantas cosas dependen de tener buenas relaciones con Alemania, quizá debiéramos rumiar algo parecido. Porque Caballero planeó nada menos que un enlace matrimonial entre Hitler y Pilar Primo de Rivera, restaurando así el imperio de los Austria y hasta la monarquía visigoda. Esta idea sensacional, acordada en una noche de intimidad con Magda, señora de Goebbels (al cual Caballero había regalado antes un capote de torero y enseñado a hacer el paseíllo —sublime cuadro—) no cuajó porque el Führer, como el caudillo, adolecía de problemas testiculares. Pero uno no puede dejar de soñar…
Esta espléndida maniobra no se llevó a cabo. Sin embargo, desde ultratumba, Caballero manda un par de propuestas para ahora mismo, para arreglarlo todo en dos patadas:
—Política exterior (e interior, en realidad): “a izquierdas y derechas hay que ofrecerles de algo superior a lo que poseen. Pero fuera de su propio país. No hablarles de plusvalía, sino de botín”.
—Política autonómica: “¿Cataluña? La maté porque era mía”.
Que nadie crea que estas ideas son de tipo dictatorial: Caballero era en realidad partidario de la democracia, según decía él, de la democracia generalizada. Es decir, con un general al frente. Y peores consejos se lanzan por ahí, desde cualificadísimas tribunas.