Conde. Conde de España. He aquí un título de verdad, un título racial, con casta y tronío, como el príncipe Gitano o la Faraona. De hecho es un título con tanta casta y tanto tronío que es difícil no percibir cierto olor a chamusquina, como con la verosimilitud del episodio del Equipo A ambientado en España. Efectivamente, el conde de España era tan francés como el paté de foie: francés de nación y de índole cafre, según la cariñosa definición que dio de él un caballero anónimo y barcelonés. Ningún español de nacimiento consigue sostener los niveles de energumenismo y vesania a las que llegó este titán, las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año, sin desfallecer un momento: inevitablemente tienen que darse momentos de relax, breves lapsos en que uno se olvida de la idiosincrasia y puede resultar humano y hasta razonable. Pero cuando uno se llama Dieter o Hermann, por poner unos ejemplos absolutamente al azar, ser español es cuestión de constancia y esfuerzo, es una vocación que no admite festivos ni vacaciones. A fin de cuentas, y como decía otro patriota ejemplar, es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en este mundo.
Por eso, cuando Charles d’Espagnac abandona Francia como consecuencia de la revolución —madre de todos los males, como sabemos— y emigra a España, no se limita a cruzar una frontera, sino que ingresa en una orden de caballería, inicia un camino de perfección. Su participación en la guerra de Independencia es un gran paso en el proceso de hispanizarse (afirma que por las heridas ha perdido toda la sangre francesa que tenía), pero es su encuentro con ese modelo de españoles, Fernando VII, en 1814, el que lo transforma del todo. En los años siguientes, y mientras ejerce de perro de presa del monarca felón, cincela meticulosamente su propia estatua de sociópata, beaturrón y cortesano pelota. No le faltó ni siquiera otra genuina tradición patria: ejercer la represión en Cataluña, tanto a liberales como a absolutistas (los colosales malcontents, unos fenómenos que encontraban a Fernando VII tibio y casi masonazo). Como un malo de serie B, bailaba y canturreaba durante las ejecuciones: ese característico gracejo tan nuestro, tipo si no aguanta una broma que se vaya del pueblo, ya era el suyo, más que cualquier sosa ironía francesa.
Pero ya decimos por aquí que quien bien te quiere te hará sufrir: catalanes de bien entendieron que si el conde llevaba a cabo ese sinfín de suplicios y ejecuciones (él decía lanzar a la eternidad) era con la mejor intención, como esos padres de cuando se sabía educar como es debido, así que llamaron a este hombre severo, severísimo si se quiere, pero justo, a hacerse cargo de la causa carlista en Cataluña. Y es en este momento cuando la metamorfosis del conde alcanza su apoteosis; si sólo una muerte adecuada puede culminar correctamente una trayectoria vital, el titánico esfuerzo del conde por volverse español culminó con su mismo fin: en medio de la guerra lo mataron sus propios partidarios. Nada podía rematar mejor el proceso de españolización que una miaja de cainismo. Intolerante, bárbaro y, al final, traicionado: el conde lo había logrado.
Su cráneo, separado del cuerpo por conveniencias científicas, fue objeto de estudios frenológicos. Si veis a un decapitado entre los habitantes de la galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas (sangre propia y ajena) es él.