Bosques ardiendo tan a conciencia como en los 80. Administraciones públicas tan en bancarrota como en el reinado de Felipe IV. Jóvenes yéndose por los mundos a ganarse el pan. Señores bramando consignas reaccionarias como hace unos años sólo se oían en entrañables antros de simpatizantes del anterior jefe del Estado del tipo bar Víctor, y ahora haciéndolo no desde un reducto mediático, sino desde la práctica totalidad de los medios.
Ante todo esto, uno no puede menos que sospechar que una buena mañana, mejor, una mala mañana, se ha despertado en un futuro equivocado, que a lo largo de la noche el curso de los acontecimientos se ha desviado por un universo paralelo erróneo, descartado, una vía muerta espacio-temporal. De hecho, la impresión no es tanto de haber llegado a un futuro equivocado como de haber involucionado a un pasado sumamente cierto y sumamente desdichado. Que a este pasado se le añadan ornamentos tecnológicos de última generación no cambia lo fundamental.
Y esto nos hace pasar de la ciencia-ficción de baratillo al terror puro —y español— Sin saber cómo, nos encontramos en una noche de los muertos vivientes, pero la casita aislada es un pareado de una promoción inmobiliaria quebrada, acosados por una legión de elementos muertos hace mucho, pero que aparentan gozar de buena salud. Los vemos venir, tambaleantes, inexorables, e incluso tenemos la sospecha de que junto a nosotros, en el pareado, está más de uno, a punto de manifestarse.
La pregunta obvia es: ¿Qué los ha producido?, ¿la bomba de Palomares?, ¿el síndrome tóxico del aceite de colza?, ¿algún bichito tan pequeño que si se cae se mata, en la frase inmortal de Sancho Rof? ¿Qué origen pueden tener seres tan absurdos e idiosincrásicamente nuestros como los que berrean en las tertulias, como ese señor tuerto (tuerto como la princesa de Éboli, tuerto como Millán Astray) de la popular televisión conservadora? ¿De dónde salen prebostes como el inaudito Anglada, el de Plataforma per Catalunya, o el creador de riqueza Fabra?
Pues me temo que la respuesta es que no los ha producido nada en concreto: siempre han estado ahí, pero una especie de reflejo condicionado hacía que nos negásemos a verlos. En cuanto el espejismo colectivo de incorporación a la prosperidad globalizada se fue al garete, el espanto resurgió de la tumba (iba a escribir timba, lo que pensando en la euforia del ladrillo de hace unos años era adecuado, pero esto es demasiado serio para según qué frivolidades), y luego vino esta versión nuestra del Apocalipsis, un Apocalipsis lento y menesteroso, un Apocalipsis rodado por Garci (no descartemos verlo en las pantallas, tras el Sherlock chulapo) donde hay más sopor y tristeza que horror, y en él estamos metidos, a la espera del próximo susto.
En todo caso, lo único de lo que estoy seguro es que si está invasión de zombis más o menos atómicos está causando tanto estrago es por habernos pillado desprevenidos. Y para hacerles frente me temo que esos manuales de moda que tanto gustan al joven moderno no van a ser muy útiles, así que mi labor de servicio público va a consistir en esbozar un repertorio de muertos vivientes españoles (entiéndase por muerto lo mismo un ser humano que una idea o un libro) para poder reconocerlos cuando aparezcan ellos o sus semejantes. Voy a hacer, por tanto, una galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas, invocadas tanto del pasado inmediato como del más remoto (ambos se olvidan igual de rápido y así nos luce el pelo), para ilustración, ya que no deleite, de todos. Me he permitido extraer el título (o plagiarlo, que en esto no hay entidad salvaguardiana de derechos que valga) del venerable pero frustrado intento de novela gótica a la española de don Agustín Pérez Zaragoza. No creo que pueda escoger otro mejor que aquél, que en su integridad era Galería fúnebre de espectros y sombras ensangrentadas, precisada en el subtítulo El historiador trágico de las catástrofes del linaje humano.
Lo que piden los tiempos y el tema, ni más ni menos.