“Desde un punto de vista económico este colegio funciona súper bien“, dice el Jefe de Estudios. Los alumnos de las clases de entre doce y quince años pasan corriendo por delante de la Sala de Profesores rumbo al recreo con el permiso de los carceleros. “Es un centro educativo caro“, dice el Jefe de Estudios, “pero hay que tener en cuenta que viene libre de inmigrantes, cero integración, francés intensivo, ni un sólo discapacitado: estos lujos hay que pagarlos“. Los alumnos pasan corriendo por delante de la Sala de Profesores con la forma y el concierto de un Ejército de un Solo Niño, alumnos de calco, fotogramas perdidos de filme de los años diez, manchas en la retina, Ojo Mágico, imaginaciones tuyas. “Estamos interesados en un refinamiento de los métodos“, dice el Jefe de Estudios, “nos obsesiona la relación infante versus técnica“. Los alumnos descienden como plaga de langosta por la escalera curva con barandilla de hierro forjado y cuerpo frío acabado en interrogación arabesca hasta pisar —al fin por fin— la calle.
“Se me cuide usté, Maricón“, dice el Jefe de Estudios antes de colgar el teléfono.
Todos los profesores del colegio llevan batas blancas encima de la ropa de diario; batas blancas de cirujano que te amputa, batas blancas que han venido a por tus hijos. Los veinticinco minutos del recreo de por la mañana los contemplan desde la Sala de Profesores las cuatro figuras de siempre: Don Alejo que da las matemáticas, la Señorita Rosalba que da la religión, Pipe que da la pretecnología y el Jefe de Estudios que se nos peina siempre hacia atrás quién sabe si con un peine de hielo al amanecer en su casa quién sabe si con más fuerza de la debida. Don Alejo, frisando los cincuenta relleno de espumillón, lleva siempre un tucán muerto en la cabeza, la chaqueta manchada de tiza y algún que otro moco pegao; la señorita Rosalba, rata amarilla con gafas de culo de botella, viste braga de esparto en los bajos y se quedará soltera (aunque ella no quiera); el Jefe de Estudios lleva puesto un reloj de Chopard y todas las palabras que salen de su boca van vestidas de uniforme. Francisco Luceros Vázquez, más conocido en el entorno escolar como “Luceros” o “Pipe”, según, es un Hombre Fuerte nacido con alma de laminador y agenda oculta. Los demás profesores —que pasan mucho de relacionarse con estos cuatro— han bajado al bar “El Castañazo” a que les pongan el café y les propongan el tema. La Sala de Profesores, amueblada siempre de cualquier manera, oliendo a pelo quemado y a uñas cortadas con tijeras muy largas, es un cubo gris que no deja espacio a la víscera.
Los alumnos están en la calle porque no hay patio que valga dentro del colegio y a partir de una edad les dicen que no caben; los minutos que van de once cero cero a once y veinticinco los pasan al raso en el centro de la ciudad atados al Edificio del Saber por medio de correas invisibles. Es el primer día entre sus nuevos compañeros de Marcia Bettencourt, una niña pelirroja que se ha tenido que cambiar de colegio con el curso a medio terminar. Marcia lleva una falda y una camisa azules a modo de túnica de virgen bizantina y —de entrada, para variar— no le cae bien a nadie; los demás alumnos la rodean y la graban con las cámaras de sus teléfonos móviles. Hay una niña grande con una pierna escayolada, dos niños gordos con mostacho, adolescentes con pasta de dientes por la cara, enanos, repetidores, heridos, un bizco. Marqués de Urquijo para abajo graban a Marcia —toda ella espantada— mientras escupen a distancia segura contra los azules de su ropa en primera línea de carretera con los coches a medio metro pasando de largo.
Pipe —Luceros Vázquez— piensa que las personas que sufren la mínima dificultad para adaptarse a las convenciones del grupo al que —se supone que— pertenecen son rechazadas de forma automática. Bajo su punto de vista es éste el motivo de su soledad. Pipe se considera a sí mismo “un lirio entre cardos”, y de tal guisa piensa titular su libro de recetas de cocina cuando lo escriba si es que lo escribe. Una vez, a causa de una noticia buena, todos los profesores brindaron con champán y vasitos de plástico alrededor de la mesa de la Sala de Profesores: esto resulta hoy un estupendo recuerdo. Pipe tiene miedo de estar hablando a la clase o a los compañeros y que se le escape un gallo y se rían de él, que ya le pasó una vez. “¡Anime usted esa cara, Luceros!”, le dice el Jefe de Estudios ofreciéndole unos marrons glacés. En opinión de Pipe: la tierra gira y sus mujeres duermen.
Los alumnos van todas las mañanas a una panadería concreta para comprarse unos bocadillos de tortilla y pimientos verdes muy buenos que venden. Algunos chavales traen de casa plátanos con manchas, mandarinas y sándwiches de Philadelphia Light y nueces metidos en tarteritas. “¡Mongolo, pardo, pariolo, comepichas!“, grita un niño gruñéndole el ansia a un señor mayor que hay sentado en un banco en un parque. Uno de “los muchachos” se ha traído un mechero de su padre y fantasea con quemar cosas: kleenex, revistas, animales, vagabundos. Piensa en pegarle fuego a un hombre y que les persiga a él y a sus amigos calle arriba de vuelta al cole como en los dibujos de un deuvedé que tiene que se troncha de la risa.
“No es más fácil ser un buen profesor que un buen médico“, dice Don Alejo. Todos callan. Rosalba se limpia las gafas. El aire de la Sala de Profesores te puede cortar la cara poco a poco y lo mismo no te das cuenta hasta que no llegas al baño de tu casa y te miras en el espejo y te notas que se te ha muerto media jeta. Le ha pasado a mucha gente. La cortesía es un planeta escarchado, piensa Pipe de refilón. La cortesía dura un momento que no es nada, no tiene profundidad, es cosa de cumplir. Recuerda el año pasado, la semana en las Islas Pitiusas con el capazo de cáñamo enfilando hacia la playa, el culo perfecto de una mujer sin ombligo, la barbarie legal del divorcio. Soy un lirio entre cardos, piensa.
Marcia camina sola Marqués de Urquijo para arriba limpiándose los gapos de la falda. Ella pensaba señalar lo que tocara en el atlas en clase, memorizar los libros de texto, estarse callada. Pero es que ni la han saludado, ni su nombre saben. Esnifa del rhinomer con fuerza —y melancolía— y se sienta en la parada del cuarenta y cuatro a esperar al autobús con las manos encima de las rodillas.
De las paredes de la clase de pretecnología cuelgan cuadros con payasitos de susto hechos con lentejas, crucifijos invertidos, naufragios al óleo. Un niño se hace una paja en la última fila, Pipe decide ignorarlo. Las estanterías están llenas de “pisapapeles” de arcilla dura, ceniceros para padres, golems españoles dispuestos a todo por la idea de la libertad. El asiento de Marcia Bettencourt está vacío. Pipe les dice a los niños que en todas las cosas, hasta en las más pequeñas, laten el resto incluidos nosotros y puedes ver el universo en todas partes. Le arranca una notita a la chica de la escayola utilizando el borrador de la pizarra con el palo extendido como si fuera el rastrillo de un croupier; la nota dice “Luceros está gordo puto gordo ehhh“ y trae un dibujo de un señor comiéndose un cocodrilo que aún parece luchar por la supervivencia. Hace un calor espantoso. Pipe viste un jersey de Pull & Bear que se lo compró su madre —Mamá Luceros— el año pasado, gafas graduadas con montura en cobre de Pichi-Ópticas, zapatones negros de la marca “Gorila”, pantalones vaqueros Liberto, calzoncillos del Corte Inglés y un colgante vintage de la Virgen de los Desamparados.
Es martes: cada día queda menos para el fin de semana.