Tengo seis años y estoy sobre las rodillas de mi padre mientras lee en voz alta. Frankenstein está hecho de retales putrefactos recuperados de un accidente de coche. Al anciano doctor los ojos le refulgen con especial mezquindad y viñeta a viñeta soy incapaz de apartar mi vista de ellos. El monstruo, con sus tuercas y electrodos, se me antoja imponente y colosal saliendo del castillo y aterrorizando a los aldeanos. Cuando mi padre deje el tebeo a un lado, yo seguiré mirando las ilustraciones, cautivado por la portada que reproduce una viñeta interior. Está dibujada de nuevo y ese hecho me hipnotiza, así como el chaleco rústico de piel de oveja que luce el monstruo resucitado; y ese título que evoca algo que no acabo de entender pero que me resulta tremebundo. Dossier negro.
Tengo seis años y repto como un gusano por el pasillo de casa, buscando el sigilo que me protege de los adultos. La oscuridad me acompaña y envuelve. Desde una esquina lejana consigo ver la emisión nocturna del UHF. La televisión, coronada con una delgada y metálica cornamenta, adquiere apariencia diabólica en la iluminada negrura; escupe rayos catódicos en blanco y negro, casi tantos como los que azotan el castillo. Llamaradas de corriente alterna sacuden a la criatura, allá en lo alto, de nuevo construida con trozos de muertos. Y cobra vida. Y me duermo en el pasillo en algún momento para despertar en la cama, un día siguiente en el que podré explicar, a la hora del recreo, cómo el jorobado maltrataba a Frankenstein, pero nadie me entiende.
Tengo seis años y he ido al cine con mi abuela paterna, algo de por sí siniestro y fuera de lo común. Una anomalía que jamás se repetirá; pero ahí estoy, en la negra sala junto a su negra presencia. Coros siniestros me envuelven como copos de nieve y los vampiros viajan en trineo. La muchacha pelirroja se baña pero soy incapaz de notar su sensualidad no sólo por la edad, también por la ventana del altillo, donde una mano despeja la vista a unos ojos inyectados en sangre. El vampiro desciende, flotando entre la nevada, y abre sus fauces, mostrando unos colmillos largos y feroces y tiro de las mangas de mi abuela y le imploro: yaya, sácame de aquí.
Tengo seis años y estoy delante de la tele un sábado por la mañana. Veo dibujos extraños e incomprensibles que terminan en koniec, veo un Simbad jovenzuelo que se aprieta el cinturón para ganar fuerza, un anillo que debe juntarse para que aparezca el genio Shazzan y un pueblerino que canta una incomprensible tonada que hace “Ouh Ouh Ouh”. Y ahí en medio se cuela, una y otra vez, un relato siniestro lleno de sombras alargadas en el que un viejo con un ojo de cristal espera en la cama ser asesinado. Su corazón seguirá latiendo bajo el tablón en el que yace enterrado, delatando al criminal. Entiendo la historia porque en sólo tres años de educación católica ya sé lo que es el remordimiento; ya me lo han enseñado. Y más tarde reconoceré la historia en otro tebeo de miedo que mi padre ha dejado sobre el sofá, y aquí el ojo de cristal es aún más terrorífico e incluso puedo reconocer que emana la misma mezquindad de la historieta de Frankenstein que leyó mi padre hace unas semanas.
Tengo seis años y de nuevo he sido arrojado a la oscuridad, abandonado por mi familia. Un tal Diabolik, que ha estado correteando y haciendo el mal enmascarado en cuero negro, se ha quedado petrificado en oro y sólo sobresale su rostro para mostrar su extinta humanidad, si es que era humano, y su mirada maldita. Una mirada que me acompañará a la cama durante meses y que permanecerá a mi lado cuando se apaguen las luces, mirándome desde la pared como un bajorrelieve terrorífico.
Tengo seis años y en las obras del metro han encontrado monstruos, calaveras y naves espaciales. Y en las casas abandonadas que hay encima de los subterráneos alguien explica que hay arañazos en las paredes porque el pánico era tal que sólo quedaba arañar hasta dejarse las uñas. Y yo lo entiendo porque cada noche araño la pared, ahí, en los bajos de la litera.
Tengo seis años y cuando viajo en metro miro arrebatado por la ventana, entre estaciones, buscando cráneos emplastados contra la pared y estaciones fantasma que a veces se intuyen, como la estación derruida y subterránea a la que van a parar el astronauta en taparrabos y la mujer primitiva. Mi padre me ha llevado al cine a ver una película en la que los gorilas son negros y horribles, donde las estatuas lloran lágrimas de sangre y pesadilla y donde, en los viejos túneles del metro, viven unos mutantes cuyo rostro real está podrido y putrefacto, en carne viva surcada de venas azuladas. Demasiado horribles para seguir mirándoles. Así que me tapo con las manos pero soy incapaz de dejar de contemplarles por el resquicio que se abre entre mis dedos. Y luego, por la noche, cuando cierre los ojos, esos rostros seguirán visibles, iluminados por mi imaginación.
Tengo seis años y estoy ante la tele mientras los adultos duermen la siesta. Pero esta vez, en vez de John Wayne exterminando apaches se ha colado una vampira en una nave espacial. Una vampira terrible a la que le brillan los ojos y que poco a poco desangra a los tripulantes del espacio. Su presencia lo ocupa todo y yo me hundo en el sillón y puedo jurar que aquella hembra siniestra y reptil traspasa la pantalla y se vuelve corpórea ante mí, se acerca, se inclina, me besa. Nunca me han besado así y nunca, nadie, volverá a hacerlo.
Tengo seis años y en la soledad de mi habitación invoco demonios, recito conjuros y realizo un sortilegio que emana de mi interior, innato; nadie me lo ha enseñado. Una fórmula inconfesable que incluye sangre, carne y agujas afiladas. Abrazo el horror y ya, nunca más, volveré a tener miedo.