Algo cambia de color en el aire, quizás el agua, la electricidad, no lo sé. La luz incide con otro tono sobre la ciudad. Todo lo que era asfalto durante el calor ahora desaparece, cede el paso a los tejados y a las alturas. Sólo quedan a la vista las techumbres, chimeneas alentando, buhardillas, y también algunos parques. Los parques son el tejado del mundo. Es importante ir a los parques en invierno. Parecen animales mojados. Hay manojos de hojas pudriéndose bajo las arquetas del alcantarillado. Los árboles no tienen dónde caerse muertos. Se han convertido en ceniza petrificada por el hielo de febrero. También la hierba crece hacia adentro. Huye del frío y de los metales del día, pero lo estropea todo, y en seguida forma en los jardines un barrizal, una suciedad de pelaje y sangre en donde algunos niños pobres juegan a atrincherarse. Así jugaba yo también, cuando era chaval: a matar a mis amigos, y a evitar que me mataran. Con una rama podrida hacíamos un fusil, y comenzaba la batalla. Nada he hecho más hermoso en esta vida que romperme la cara en los parques. Volver a casa con un labio roto y dos gotas de sangre en el abrigo. El parque no tenía límites y la amistad tampoco. Y uno podía matarse a golpes y al rato todo estaba perdonado.
Luego un día agucé la vista para disparar al soldado enemigo y descubrí los confines. Una ciudad cercaba el parque. Un ejercito compuesto de edificios gubernamentales: delegaciones de gobiernos, registros civiles, juzgados de lo mercantil, consistorios, todos alineados, formados para el asedio. El parque era el centro del mundo, y por eso estaba en el punto de mira. Fui a decírselo a mis amigos, pero ellos ya no perdonaban los golpes.
Me fui de mi ciudad y desde entonces nunca he vuelto a sus parques. ¿Qué han hecho con nosotros? Mucho tiempo después comprendí qué les sucedió a mis amigos. De madrugada, en algún canal de la televisión, medio dormido, vi una escena de La noche, de Antonioni. Un hombre rico, poderoso, ofrecía a Giovanni Pontano un trabajo: quería que alguien escribiera un libro sobre su empresa. Giovanni era un escritor talentoso, y el industrial le proponía asalariar ese talento. No supe si aceptaba o no. Me dormí. Cuando desperté, Pontano estába sentado en la hierba, en un parque también, junto a una mujer hermosa. Ella leía una carta de amor que él le había escrito hacía muchos años. Él no recordaba haberla escrito. El rostro de Pontano, que era el rostro de Mastroianni, se velaba con una sombra de confusión y celos, celos de sí mismo hacía muchos años, cuando fue capaz de escribir aquellas palabras de amor en una carta. No he querido saber si Pontano aceptó o no el trabajo del hombre rico. Prefiero quedarme con la duda, porque así tengo dos respuestas para esa pregunta. Lo mismo me sucede con los parques de mi ciudad. ¿Fueron al fin tomados por el ejército de edificios? Aquella noche, cuando me fui a la cama, estaba nevando en todos los armarios de mi casa.