Porque en las noches de octubre viene a romperse sobre mi apartamento el cielo, y mis zapatos nunca supieron de qué lado se cruza un charco, me envuelvo en este chubasquero naranja y me guarezco y espero a que pase la tormenta. También porque hay alimañas, magistrados, semáforos, coches patrulla con las luces apagadas al fondo de la calle, conspirando, para recriminarnos todas nuestras mentiras, cuando lo justo es lo contrario: mira si no las fabulosas historias de humo que cuenta el tabaco de pipa, o la forma insular que hemos colegiado para todas las marcas de nacimiento, los fluorescentes demoníacos que brillan en los talleres mecánicos de los suburbios, el negativo de un pecho en el interior de un cuenco: toda nuestra vida se narra en un relato inventado, y no nos van a perdonar por ello. Nos juzgarán por nuestras mentiras. Nos señalarán. Nos condenarán. Y sin embargo son lo único que merece ser verdadero.
También porque hace tiempo que sólo me entiendo en un idioma que no sé hablar, y todas las noches apago la luz en una oficina en no sé qué planta 23, y acumulo restos orgánicos en una bolsa de plástico, junto a cartones, últimos avisos y requerimientos. Por eso voy a rescindir mi contrato con la realidad. Mentir es lo único que puedo hacer siendo sincero. Contar que vi seres de otro planeta accediendo a la tierra por Mulholland Drive, y viajé con Zazie al cadalso en metro, y maté con mis propias manos al hijo de un carpintero. Yo habité, junto a otros inmortales, un páramo desértico, y dormí junto a una muchacha de ojos rasgados, y caí al río Tama con un cuchillo clavado en el pecho, y pregunté a todos los borrachos, ¿cómo he llegado aquí? y acabé bebiendo con ellos. Ven aquí, Sarashina, mira esto, hay esquirlas de huesos entre las cenizas de este crematorio defectuoso. Húmeros y astrágalos. Encontré una con forma de isla, como la marca de nacimiento de tu cuello. ¿O eso es algo que también he inventado? Sólo por el placer de su sonido, astrágalo, húmero, Sarashina, ven, escucha esto. Describí bajo tu boca la lengua de mi amante sulamita. Escapé por poco de una torre impactada por un rayo. Bogué a la deriva asido al fuselaje de una de las naves de Homero. Traicioné al César, follé con el diablo, perdí mis notas manuscritas en una ciudad de Aragón. No sobreviví a ninguna de mis muertes, pero en ninguna me dieron por muerto. Habité distopías. Vi caer rascacielos, el final de los humanos, tumbas abiertas, cementerios vacíos, la furia de Dios sobre los graneros. El mundo se quebró tras mis pasos (bajo el asfalto y el cemento, la tierra es una víscera hueca, como el corazón de los hombres blancos). Las palabras conspiraron contra el lenguaje, se sublevaron, y por fin vencieron y ahora escribir era al fin conjurar gatos cebrados, percutir fusiles morosos, liberar caballos negros. Dinamité los puentes de un río de sangre y lava, dicté su poema más triste a Vallejo, seduje a la amante de un asesino italiano, le chupé el coño en el infierno. Proclamé que existen los vampiros, los hombres lobo, las mujeres araña, pero no los insectos. Existen las llaves, pero no las cerraduras. Los mordiscos, los zarpazos, el fuego, no los besos. Los meses de lluvia existen, no existe el invierno. Disparé sobre indios nativos mi revólver adolescente. Conté los kilómetros de este camino sin retorno. ¿Sabes que este viaje ha sido inútil? Sólo por eso tiene sentido el esfuerzo. Ya llegamos a ninguna parte, ya se fugan del vallado treinta y tres caballos negros. Navega un poco más, amor, hay un faro en algún lugar. Termina el otoño pero no llega el invierno.
Ayúdame a esparcir mi semen y mis cenizas en lo que resta de trayecto y yo te ayudaré en la siembra y la siega. Perder es lo único honesto, pero conozco un salvoconducto. Hay musgo luminiscente en las paredes de esta cueva. Se parece tanto a la baliza del metro, un día de lluvia, un día de estos.